domingo, 27 de mayo de 2012

Casco Viejo
Fotografía: BeaBea (La Rioja)



He dejado tantos vacíos atrás,
el pan intacto en la mesa, las ventanas
veladas por mi aliento febril...

No traigo más equipaje
que mi desconcierto, esta injusta
inquietud que me pone
arena en la piel

... y la calle se alarga sin nada,
sin nadie, sin ti.

De "La tierra vertical"

jueves, 24 de mayo de 2012

Niña con cerezas

La niña de las cerezas: John Russell

Las cerezas (continuación)

…mientras miraba a través de la ventana creí ver, colgadas entre las hojas, todas las cerezas del plato de nuestras peleas infantiles y una vieja sensación de derrota me invadió el alma. Toda la farsa de la vida y de la muerte se puede contemplar, danzando bajo el sol, en el transcurso de un segundo: estaba allí, entre las ramas del  viejo cerezo, y yo no me había dado cuenta nunca.
Un día, a la hora de comer, Rosa, con la paciencia ya agotada y no sabiendo qué darme, me preguntó.
—Camila, ¿qué te gustaría comer?
Yo miré a través de la ventana y sentí que la boca se me llenaba de cerezas. Sentí su dulzor, su frescura, su destello…
—Cerezas —contesté.
Rosa salió de la habitación y un momento después la vi encaramarse —con la agilidad de su niñez recién abandonada—, a las ramas más altas del árbol, donde las cerezas son siempre más dulces. Fue el efecto de un relámpago que llegó a mi corazón antes que a mis oídos. Una rama se quebró y, en un instante, Rosa moría en el suelo con los ojos entreabiertos y el pelo desparramado sobre la hierba.
Yo no morí entonces porque tal vez no merecía esa dicha. A mi dolor se sumó el de nuestros padres; nunca me hicieron un reproche pero cargué penosamente con este sentimiento de culpa durante toda la vida.
Anduvimos nuestro tiempo sin Rosa, como pudimos. Cuando el cerezo se secó, no lo reemplazamos porque en ningún otro podría vivir su alma ni cobijarnos a nosotros tres con su sombra.

Han pasado muchos años. Primero murió nuestro padre, anciano ya, con los ojos siempre tristes; hace tan sólo unos días, nuestra madre ocupó también su lugar entre ellos.
Cuando me quedé sola, tras las últimas condolencias, volví a casa con una dolorosa amargura segándome las lágrimas y me dispuse a ordenar los asuntos familiares. Por primera vez en mi vida, tuve acceso al cajón con llave del cuarto de nuestros padres. Bajo unos documentos, había algo envuelto entre la blonda de una mantilla de cristianar: era el plato de las cerezas, con su vieja herida cuidadosamente cerrada con pegamento. Dentro de él, palidecía un mechón de pelo rojo atado con una cinta azul; bajo éste, reposaba el sepia nostálgico de un retrato de Rosa y mío cuando éramos muy pequeñas. Yo estaba sentada en el suelo, sobre la hierba, e intentaba librarme de la mano de Rosa que, a la fuerza, y mientras reía jubilosamente, me metía en la boca un puñadito de cerezas.

Fin.

Derechos de propiedad intelectual: registrada y documentada toda la obra de este blog en el Principado de Asturias, en distintas fechas.

miércoles, 23 de mayo de 2012


Imagen: Tomás Tauré Alonso.

                       Sobre tu piel
                  azules transparencias
                  una libélula.
cerezos en Haedong Yonggungsa
Foto: http://paelladekimchi.com


Danza el cuclillo
sobre blancos cerezos
vuelos nupciales.

sábado, 19 de mayo de 2012





Foto de: http://jardinymas.5forum.net/

Sábado de cuento.

Las cerezas

Cuando éramos pequeñas, mi hermana Rosa y yo, nos peleábamos como gatas. Nuestra madre solía poner fin a la trifulca zurrándonos por turno, sin concesiones, sin atender a protestas ni preguntar quién era la culpable porque siempre lo éramos las dos.
Los motivos eran siempre los mismos: nos celábamos una de la otra o transgredíamos las líneas imaginarias con las que marcábamos territorio. Nuestras batallas no siempre eran incruentas y nuestra madre ya no sabía cómo controlarnos. Papá ya no nos prestaba atención. Estaba harto.
—¡Déjalas, a ver si se matan!
Aparte de lo diario, lo que nos condujo a las más violentas discusiones fue un plato de loza blanca, decorado con cerezas, que nos disputábamos como buitres con cuatro o cinco años. Nuestros padres habían decidido que lo usásemos por turno, pero nosotras no entendíamos eso de respetar turnos.
Yo era la mayor y me parecía justo tener derechos sobre Rosa; además envidiaba su espléndido pelo rojo y su carácter más dulce y afable que el mío, con lo que despertaba más simpatías que yo. Pero Rosa, aunque dulce, tenía también un par de piernas y dos manos para devolverme las patadas y los puñetazos que yo le daba. Y buenos dientes. Su dulzura se terminaba en el momento en que yo exigía de ella lo que ella no estaba dispuesta a concederme. No sólo no se dejaba dominar, sino que también quería imponérseme con frecuencia.
Nos disputábamos el plato por distintos motivos: yo porque era lo más hermoso que había en casa y Rosa porque, al parecer, la comida le sabía mejor que en nuestros platos de peltre o en las escudillas de barro. Esto nos trajo problemas durante algún tiempo hasta que, una noche, mientras tirábamos las dos de él en medio de una gresca, se abrió por la mitad como una calabaza madura.
Rosa me miró desolada y yo creí ver que todas las cerezas se habían caído y estaban desperdigadas por el suelo. Sentí que me quedaba sin aliento ante tanta belleza en ruinas. Tanto nos afectó la pérdida y tan culpables no sentíamos, que ni siquiera nos hicimos reproches. Lloramos a la par durante horas y no recuerdo nada en nuestra infancia que nos produjera mayor aflicción.
Mamá, al oír nuestro llanto, entró en la cocina, nos miró sin asombro y sin atención, recogió las dos mitades del plato y se marchó.
—¡Ea! Se acabó.
Nos quedamos calladas. Nuestra madre apareció al cabo de un rato y se puso a terminar la cena sin dirigirnos la palabra. Aquel silencio tocó nuestro corazón de una manera indeleble y estoy segura de que nuestra vergüenza era mayor que nuestra pena. No preguntamos por los restos del plato; no volvimos a hablar de él nunca y seguimos peleándonos por naderías.
Crecimos como cabras sueltas y ningún acto de represión nos afectó. Cuando recibíamos algún soplamocos, siempre por partida doble y siempre sin preguntas ni explicaciones, llorábamos a lágrima viva, de la manera más escandalosa posible, hasta agotarnos. Nuestros padres parecían de piedra, ni nos miraban.
A trompicones, laceradas de cicatrices, iniciamos una adolescencia que no se rebeló mucho más tranquila, aunque empezamos a tomar conciencia de lo mucho que nos necesitábamos las dos y nos convertimos en confidentes y en cómplices. Ni los más hábiles intentos de conocer nuestros secretos, consiguieron que nuestros padres nos arrancasen ninguna confesión y tuvieron que cambiar de plano sus estrategias educativas. Con todo, no lograron hacernos comprender lo vergonzoso que resultaba que unas niñas tan mayores siguieran subiéndose a los árboles o corriendo por los caminos como locas. Rosa y yo nunca fuimos conscientes de tales vergüenzas, así que no hicimos nada por remediarlas.
Durante la hora de la siesta, en el estío, cuando todos se recogían a descansar e incluso los pájaros se hurtaban a la canícula, nosotras nos colgábamos del cerezo de la huerta para atiborrarnos de cerezas. Esto sacaba de quicio a nuestros padres, no sólo por los destrozos en la ropa, sino porque el árbol era viejo e inseguro. Nuestra madre clamaba al cielo pidiéndole que nos enviase algo de cordura, pero ni mi hermana ni yo percibíamos ningún peligro y el hecho de andar siempre rotas y desastradas nos importaba un rábano.
Aquellos fueron los años más bellos de nuestra existencia, cuando aún nutríamos el alma con la sencilla canción de la vida, mientras nuestro espíritu se abría a una madurez a la que no teníamos ninguna prisa por llegar. Éramos felices.
Pero, inexorablemente, nuestras inconscientes audacias giraron hacia una reflexiva tranquilidad; el cielo nos otorgó  sensatez, al fin, y nos convertimos en unas jovencitas muy responsables.
Poco después de cumplir los dieciséis años, yo enfermé de pulmonía. Debí de estar muy grave porque nuestros padres llamaron al  médico y buscaron penicilina de estraperlo. Recuerdo vagamente una sensación de fuego en la piel, la boca como estopa, a Rosa y a mamá turnándose para cuidarme y a papá, silencioso y angustiado, llamándome cariñosamente mientras me ponía el termómetro.
El incipiente verano se perfumaba de trigo y alheña cuando inicié una lenta recuperación. Rosa me cuidaba con ternura de madre y me hubiera dado cualquier cosa para que me curase. Al mismo tiempo, emprendió una tenaz batalla para obligarme a comer, pero no existía alimento conocido que yo metiera voluntariamente en la boca. Me quedé delgada como una cerilla.
—Te vas a morir, Camila. Come algo.
Entre nuestra madre y ella  hacían filigranas con los escasos recursos familiares y Rosa, haciendo gala de una paciencia infinita, intentaba metérmelas en la boca mientras me contaba historias —sospecho que inventadas—, para distraer mi voluntad. Yo apenas podía tragar nada.
Fue durante aquellas largas y, con frecuencia, solitarias tardes, sentada ante la ventana de nuestro cuarto, cuando…

Continuará…

martes, 15 de mayo de 2012

Foto de Ana Ardieta
        

                  Caléndulas

Si pudiera volver solamente un instante
del fondo de la noche
llenaría tus manos de caléndulas.

De "La sombra del alcaudón"

domingo, 13 de mayo de 2012

Río Eo

LA LOCA             
Al mediodía, era siempre al mediodía,
en la frágil hora de las libélulas.
Alas de percalina planeaban
sobre el agua. Las truchas dormitaban
en el fondo del remanso.

La loca tejía. Tejía
coronas de algas con gesto paciente,
con ternura infinita.
Desnuda y cándida hilaba
sin tiempo, sin prisa, babas y risas.
El río le trepaba los muslos, lamía
su pubis florecido de oscuros
pétalos vírgenes.

En el aire zumbaban solitarios
moscones azules. La loca ya no tejía: extasiada
cerraba los ojos y el agua
gemía.

De "La tierra vertical"

Domingo de cuento

EL PARAGUAS

Hace unos días, cuando regresaba de dar mi paseo por el camino que sigue los acantilados, se puso a llover a cántaros. En un momento me puse como una sopa. Me apresuré todo lo que pude para guarecerme bajo la última de las pérgolas que jalonan el sendero, aun cuando estaba segura de que no iba a servirme de mucho.
Poco antes de llegar, me encontré con él: era el hombre que todas las tardes hacía el mismo camino que yo y que se paraba sobre las rocas como si estuviera clavado en ellas, como si fuese el espíritu del aire; miraba al mar abatido, triste, ausente. No importaba qué tiempo hiciera, acudía puntual a aquella cita misteriosa y atisbaba el horizonte como si esperase a alguien.
Aquel día diluviaba, pero él parecía no sentir el frío del aguacero ni el azote del viento... Tampoco abrió el paraguas que llevaba siempre, lloviera o no, y que nunca le había visto usar. Miraba al horizonte absorto, en una especie de éxtasis  como si, de un momento a otro, fuese a echar a volar sobre las olas.
Cuando llegué a su lado, estaba empapada. Tenía frío y pensé que iba a coger una otitis. Entonces tuve la idea de pedirle el paraguas puesto que él no lo usaba; al menos me protegería algo la cabeza. Me acerqué a él y lo saludé.
—Hola, buenas tardes.
Me miró como si no me viese, pero reaccionó y creí adivinar un gesto de cordial simpatía en sus ojos.
—¿Sería tan amable de prestarme el paraguas, por favor?
Parecía no asimilar mi petición y me miró largamente. Al fin, me lo tendió sin contestarme; abandonó su atalaya, dio la vuelta y se alejó camino de la cuidad cuidando de esquivar los barrizales que la lluvia había dejado entre la hierba. Yo me quedé con el paraguas en la mano más sorprendida que si me hubiese dicho que no.
Al verlo marcharse con paso decidido, probé a abrir el paraguas levantándolo por encima de mi cabeza. De repente, me envolvió una sombra: me cayó encima toda la flacidez de la tela que se había soltado de las varillas y vi cientos de agujeros por los que entraba la luz cenicienta de la tarde. Me liberé como pude de aquel desbarajuste de óxido y polillas y empecé a correr tras el hombre para devolverle aquella inutilidad, pero ya no pude alcanzarlo. Había desaparecido entre la lluvia como un encantamiento.
Ya en casa, intenté arreglarlo; lo enrosqué, procurando disimular tantos agujeros y tantos rotos como tenía, y me puse a meditar sobre el misterio del paraguas, siempre en la mano del hombre y siempre cerrado. Supuse que tendría sus razones. Qué sabía yo de su alma… Qué puedo yo saber del alma de nadie… Tuve la impresión de que, aun sin haber hablado nunca con él, ya éramos amigos. O, al menos, que había entre nosotros un especial entendimiento.
Al día siguiente volví a dar mi paseo y llevé el paraguas a su dueño. Lo encontré en el sitio acostumbrado, en las mismas rocas que bajan como filos de espadas hasta el rompiente. Estaba inmóvil, de pie frente a la galerna que amainaba a aquella hora.  Parecía atrapado por una parálisis. Lo saludé con un susurro para no asustarlo y se volvió hacia mí. Por primera vez pude ver con claridad sus ojos pintados por todos los grises del anochecer. Me dirigió una mirada que parecían venir del mismo fin del tiempo pero advertí en su cara el albor de una sonrisa.
— Tenga —le dije devolviéndole el paraguas—, muchas gracias.
— De nada, pídamelo cuando quiera. Yo no lo uso nunca.
Desde entonces, llueva o no, yo también llevo un paraguas cuando paseo por la orilla del mar. No quiero que mi amigo piense que, si llueve, no le pido el suyo porque no me atrevo, o él me lo ofrezca y no sepa cómo decirle que no sirve para nada.
     Aurora G. Rivas

miércoles, 9 de mayo de 2012

SEMBRADOR





El sembrador: Van Gogh


                                                 SEMBRADOR

Acércate, sembrador, sosiega tus urgencias,
es aún tan joven la mañana...
Siéntate  a mi lado y charlemos
bajo el cielo donde vuelan  los pájaros
hambrientos.

A ese puñado
de trigo
que te queda
dale un destino más alto:
deja que alimente  a las bestias pequeñas
o que tenga la misma utilidad que los luceros.

Mientras tanto
vigilemos cada surco
de este mar inesperado.

Siéntate, sembrador, he traído
algo de pan: tejamos juntos los ovillos de la aurora.

De “La tierra vertical” Aurora

domingo, 6 de mayo de 2012

Otro relato de Sara, diecisiete años. (Las caléndulas, parece ser, son flores familiares) Fue ella la primera que tituló así un cuento.

Un balcón de caléndulas.He decidido que te voy a regalar un cuento. Vale, sí, podía haber sido un paseo por el parque, una carta de amor (que no me gustan nada), una noche en un hotel, un truco de magia.... pero no. Me gustan los cuentos. ¿A ti?
Es un simple cuento que podrás hacer tuyo, podrás compartirlo e incluso elegir una banda sonora para escucharla de fondo mientras lo lees. Te lo regalo para que puedas llevarlo contigo, dobladito en el bolso de la chaqueta o entre las páginas de los apuntes. Para que cuando estés enfadado puedas estrujarlo y hacer con él una pelota de papel, tirarlo por la ventana y ver, sonriente, como lo atropella un camión. Para que lo fotocopies cientos de veces y entregues una copia a quien quieras, para que le claves alfileres los días en que matarías a alguien. Te dejo que anotes cosas en él, ya que es tuyo y tú decides qué hacer. Es algo improvisado, de esas cosas que empiezas a escribir sin saber qué terminará siendo. Te regalo este ratito y todos los demás. Te ofrezco mi sonrisa non-stop, sin conservantes ni colorantes...
Aun así, corriendo el riesgo de ser acusada de nocturnidad y alevosía, te dejo abierta una ventana para que te cueles por ella y, si quieres, poder espiarme ésta y todas las noches. Para poder verme sin que te vea. Para que me cuides sin yo saberlo. (Es una idea). Un concepto bonito de complicidad, un escenario vacío en el que buscar la manera de encontrarnos. Un cuento que habla de amigos y sueños, de noches de septiembre calurosas, de mí misma mientras imagino tu cuarto desde lo alto del cielo antes de lanzarme en picado sobre tu almohada. Te regalo el kit completo de cariño, pero a mi manera: con letras. Un cuento indeterminado, sin pies ni cabeza, sin introducción, nudo y desenlace, sin argumentos ni personajes. Sin moraleja y, si la tiene, que sólo tú la conozcas. Lo único que necesitas es cerrar la puerta de tu cuarto, apagar la luz y cerrar los ojos, para dejar que te lo lea al oído y así te olvides de los problemas y del mundo. Podrías... llegar quererme un poquito, y si quieres hacérmelo saber de alguna manera, con un simple hola bastaría.
Te regalo un deseo: llenarte de unas ganas locas de reir sin necesidad de que salgas huyendo. Si lo necesitas, llamaré para que puedas desahogarte conmigo, porque yo sé escuchar, mientras fumo cigarros. Un cuento para llevarte de viaje, para leerle a los tuyos, a las calles, a los parques, a todos. Te regalo un cuento sin papel de colores, sin dibujos, ni un "espero que te guste". Sin aplicar el IVA y sin descuento por pronto pago. Un cuento que habla de ti, y un poquito de mí. Que pueda leerse cualquier día del año, a cualquier hora, para todos los públicos, y sea cual sea tu estado de ánimo. Te regalo esto, cuento o no, pero tuyo.
Sara. Nevaba en París, Navidad de 2008

Un relato de Sara, mi nieta, cuando tenía catorce años.

Sueño de agosto.

Hacía viento, del que se lleva a los amores y a los veranos. Del que habla de tormentas que lloran. Viento que aúlla y se lamenta a lo lejos, volviendo grises las calles y despeinando los árboles, arrastrando los nidos más frágiles. Los pájaros, desde sus jaulas, silbaban nostálgicas canciones. Yo me agarraba fuerte el corazón para que el viento no lo asustara, lo arrancara, que no lo tiñera de colores grises.
Me desperté triste y con las manos sobre el pecho, agarrándolo fuerte, y salí al balcón a enseñarle a la tristeza que aun quedan niñas valientes.


 

sábado, 5 de mayo de 2012

                                        
Un cuento para hoy.
                                               LA CAJERA

Tanta amabilidad en las empleadas del supermercado no podía ser una consigna de la empresa. Era evidente que resultaba excesiva y pegajosa. Yo acababa de llegar a la cuidad desde una tierra áspera, tímida —aunque noble y franca—, y aquellas palabras me sonaban, cuando menos, inoportunas.
Cariño, cielo, mi amor, eran expresiones que me parecían fuera de lugar en boca de las dependientas cuando se dirigían a mí, aunque acabé por aceptarlas al caer en la cuenta de que se trataba de simples muletillas de uso local.
Casi siempre me atendía la misma cajera cuando iba a pagar mis compras: una belleza de rasgos semíticos, que seseaba con agradable naturalidad y que llevaba prendida de la blusa del uniforme una placa de identificación con un extraño apellido.
Cuando no había nadie más que nosotras en la caja, charlábamos amigablemente de intrascendencias y a veces nos permitíamos alguna broma muy medida. Luego, entre las dos, colocábamos la mercancía en las bolsas, me entregaba el ticket y decía:
—Son cuarentaisinco euros, o dieciseisconsincuenta , sielo, por favor.
Yo abonaba la cuenta y nos despedíamos como personas conocidas que saben que no deben caer en la familiaridad de un trato más cercano.
Un día me atreví a observar que tenía un apellido muy poco frecuente y le pregunté si no era de por aquí. Ella se quedó en suspenso un momento y, con voz suave y contenida, me contestó:
—Soiunamesclademuchascosas.
No me miró siquiera. Siguió llenando las bolsas como si no me hubiese visto nunca, aunque me pareció adivinar un sutil gesto de sorna en la sonrisa de siempre y, al despedirme, no me dijo adiós, sin más, como era su costumbre.
—Le deseo un día presioso, señora. Grasias.
Marché incómoda, más que por lo que ella parecía insinuar, por una sensación que, de repente, me envolvió en la duda de una buena metedura de pata por mi parte, sin acertar entender el motivo, aunque sí lo intuía y me producía cierto bochorno.
Desde entonces, cuando coincido con ella en la caja, ya no me atrevo a charlar como antes y ella me atiende con la misma indiferencia que a cualquiera. La encuentro distante —o eso me parece—, y tengo la impresión de que me mira como si yo fuera un poco imbésil.

Aurora.

miércoles, 2 de mayo de 2012

El río Eo

                               

                               Mítico Eo
                               cinco ninfas se peinan
                               en sus orillas.

                               Aurora