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RAFAEL
Al fin había llegado la noche
y con ella un silencio de cristal se cernía sobre la casa. La casa estaba
oculta por los árboles del jardín que la aislaban de la carretera y del resto de
los vecinos. Rafael la había elegido precisamente por eso: parecía que nada
podía perturbarlo allí dentro. Cuando llegaba de trabajar, simplemente cerraba
la puerta y entraba en su mundo privado; se preparaba la cena, veía una
película y, sin más, cada noche, se acostaba, como en un ritual monástico.
Y se acostaba porque era ése
el momento único de su auténtica intimidad, la más suya, la más despojada de
artificios y la más silenciosa. Le había costado años llegar a la conclusión de
que las mujeres lo usaban y lo olvidaban como algo de un solo uso, como un
jaboncillo de hotel, como un clínex… como una jeringuilla, como un tampax.
Rafael era un inventor mal
aprovechado. Tenía algunos artilugios ingeniosos que nunca había patentado
porque, si triunfaba, su vida se vería reducida a más ingresos, a una cuenta
con muchos ceros, muchos amigos sin interés y más mujeres de quita y pon.
Rafael había inventado unos
labios de silicona biológica, provistos de una sutil resistencia eléctrica que los hacía tan cálidos y dulces como los de una mujer. A Rafael, del amor, sólo le importaba
la ternura y desembocar en los mares de una apoteosis final cercana a los
delirios celestes. Pero las mujeres, al menos las que él había conocido,
terminaban siempre igual, ¿tienes un cigarrillo? ¿qué tal un café? Me has
puesto perdida… voy al baño. Y alguna hubo que se fue al baño con la ropa en la
mano y no volvió. Rafael estaba tan desencantado del comportamiento de las
mujeres que, a la última, le puso sobre la mesita la cajetilla, el mechero, el
café en un termo (para que lo tomase calentito) y llevó su ropa al cuarto de baño. Tuvo la precaución de dejar
la puerta abierta. Fue un acierto pleno, ella, cuando hubo terminado, se sentó
en la cama en silencio y, mientras se tomaba el café, fumaba el cigarro con
cierta premura. Se levantó y encontró su ropa perfectamente ordenada en la
barra del toallero. No la volvió a ver. Sólo escuchó el leve chirrido de la
puerta del jardín al abrirse y cerrarse.
Eran ya muchas noches haciendo
uso de sus labios entreabiertos sobre los labios de silicona… Tantas que ni las
recordaba y empezaba a amarlos con un amor extraño pero tan satisfactorio que
pensó que nada podría sustituirlos nunca. Eran perfectos. Esa noche, se duchó
con cuidado, se perfumó con exquisitez, salió del cuarto de baño y sacó de la
estantería más alta del armario una caja de madera taraceada de marfil. La
abrió y extrajo los labios rosados y dulces. Perecían míralo, ofrecerse;
parecían latir. Les puso una pila y se acostó.
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Los puso sobre su boca y los
sintió húmedos y cálidos, como de carne viva y caliente. Tuvo la sensación de que
el sueño lo envolvía en ardientes caricias y por un segundo pensó que era el
exceso de trabajo y no una alucinación. Una nebulosa de placer y devoción lo dejó sin aliento. Pero
siguió besando sus labios con sus otros labios… Sus manos empezaron a recorrer
el cuerpo de la mujer que estaba sobre él, tan entregada como él mismo. Ésta le
devolvía cada beso y cada caricia mientras él iba sintiendo su peso y su calor,
su deseo de él, precisamente de él, mientras se abría hasta el interior de su
sangre sin prisa; sintió su aroma de hembra, su pelo suave y largo rozándole la
cara… Sintió que se quedaba dormido y que un sueño sublime le envolvía los
sentidos y el alma.
Amanecía cuando Rafael se
despertó. Se sintió ligero, feliz; sintió que, no sabía cómo, su vida había
cambiado. Había sido un sueño perfecto, el mejor de su vida. Buscó entre las
sábanas los labios de silicona y se encontró con las nalgas de una mujer que,
vuelta de espaldas, dormía plácidamente. No se asombró demasiado. Estaba curado
de sorpresas y las mujeres eran así, lo sorprendían siempre. Esperó.
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Ella respiraba plácidamente.
Rafael no se atrevió a moverse. Una hora después, la mujer se deslizó de la
cama como una sombra blanca y azul… se agachó, recogió de la alfombra los
labios de silicona, que se habían caído, y salió de la habitación sin volver la cara, sin decir
adiós. Tan sólo una mancha de carmín en la almohada…
Por la misma puerta se fueron
juntos la mujer y sus labios. Lo que no supo nunca fue si ella los llevaba
puestos.
Aurora.