miércoles, 31 de octubre de 2012


TERESA O LA SOLEDAD


Los ojos de Teresa estaban secos y ardían. Se negaba a que la aflicción rompiera el frágil hilo que la mantenía unida a la cordura. Sólo pensaba en que aquel sepelio sin cadáver le costaría un dineral. Julia, breve y pálida, moqueaba a su lado, más sobrecogida que triste, mientras permanecían sentadas en el banco de la iglesia, invadida ya por los ecos del templo vacío.
Teresa sentía plomo en el estómago, un dolor de vísceras exprimidas, una bola fría y densa que se contraía y se expandía, provocándole agudos espasmos. Una soledad nueva se le instaló en la piel y en el fondo de los ojos. Al mismo tiempo, tuvo la clarividente sensación de que no perdía nada porque nunca había tenido nada, ni bajo aquel techo con goteras que era su casa, llena de humo y telarañas, ni en el ancho vacío de su alma desde que  Lorenzo se había ido a América el día en que Julia cumplía seis años.
Lorenzo regresaba, diez años después, cuando el mar abrió su hambrienta inmensidad y se lo tragó todo: a Lorenzo, el dinero que traía y las lágrimas de Teresa.
Julia lloraba aún cuando Teresa revisaba la vieja caja de latón en la que guardaba toda su fortuna: tres mil pesetas, parte de las cuales servirían para pagar el funeral, y una fotografía de Lorenzo con los rizos sobre la frente y los ojos claros como agua.
—No llores más, Julia.
La decisión de marcharse a la ciudad obedeció a la lógica más elemental y la tomó en aquel mismo momento. Era, sencillamente, cuestión de echar a andar la rueda que dormía en sus tripas, trabada por un sueño estéril que el naufragio volteó, dejándola sin más amparo que su capacidad para sobrevivir.
Julia era dulce y testaruda. Hablaba poco y lloraba por cualquier cosa. Teresa la adoraba, pero la sentía ajena, como el pájaro que iba todos los días a cantar sobre el alféizar de la ventana pero que no aceptaba ninguna jaula. Acudía a la escuela de las monjas donde estaba recogida durante las diez horas que ella trabajaba en la tabacalera, barriendo el almacén.
Julia estudiaba poco, fantaseaba mucho y parecía que siempre estaba en la inopia, con los ojos, claros como los de Lorenzo, puestos más allá de cualquier cosa visible. Después de la escuela, las monjas la mandaban al taller de costura, pero los hilos se le enredaban en los dedos en nudos imposibles, y Sor María le golpeaba las manos consiguiendo sólo que Julia llorase sin pausa durante horas, como un ángel derrotado. Sin  embargo, decía Sor María y era verdad, que Julia dibujaba admirablemente.
La niña dibujaba mariposas que parecían aletear sobre el papel. Teresa pensaba que era una afición poco útil, así que cuando empezó a recortarlas y a colgarlas del techo de la cocina con los hilos de la costura, se lo prohibió. Julia no protestó, cambió las mariposas por pájaros, flores, árboles y ríos y, sin pretenderlo, dibujaba paisajes llenos de luz. La luz se adivinaba, llegaba al dibujo desde algún sitio. Julia sabía dibujar la luz como las aves saben construir sus nidos, de forma natural.
Cuando cumplió dieciséis años, Teresa solicitó para su hija un puesto de aprendiza de cigarrera, pero las hojas de tabaco se le quebraban en las manos como oscuros cristales de hielo. Las envolvía formando una especie de canutos amorfos que acababan convertidos en tabaco de picadura. No aprendía nada, sus dedos y su cabeza no se ponían de acuerdo
Al cabo de unos meses, se negó a volver a la fábrica. Teresa le pegó y Julia recibió los golpes con estoica indiferencia. Luego lloró escondida hasta que sintió menguar aquel río inagotable de lágrimas, pero no volvió a la fábrica.
—¿Qué quieres hacer?
—Quiero aprender a pintar.
Teresa pensó que desvariaba, que estaba mal de la cabeza. No podía imaginar que algo así se aprendiera como si fuera la letanía o la tabla de multiplicar. No creía que los cuadros salieran de los pinceles como las ciruelas salen de las flores.
—¿Dónde se aprende eso?
—Tendría que ir a Madrid, a una escuela especial.
A Teresa se le quedó el alma desprotegida frente aquella inquietud, que había conocido por primera vez con la marcha de Lorenzo, y se rebeló contra la impotencia de sus razones porque sabía que sólo conseguiría ganar tiempo.
Teresa y Julia no hablaron más de la cuestión. Cada una pensaba por su cuenta: Julia en la forma de marcharse y su madre en la de sacarle de la cabeza tal idea, así que decidió mandarla otra vez al taller de las monjas.
Sor María se negó a hacerse cargo de ella; la puso directamente bajo la tutela de la Madre Adoración, la Superiora. Ésta la condujo a la capilla y la obligó a arrodillarse ante el altar durante horas, varios días seguidos, con la intención de doblegarla y para que meditase sobre la atrocidad de la desobediencia.
A Julia le dolían las rodillas, así que se sentaba cuando la dejaban sola. Lo de meditar lo convirtió en un puro eufemismo: suplantaba la meditación por el ensueño, contemplando con arrobo el cuadro que colgaba del retablo, una bella reproducción de “La Sagrada Familia del pajarito”. Se imaginaba que ella era el niño que sostenía el ave cándida, mientras sus padres la velaban como a un tesoro. Soñaba a sus padres a su lado, su calor y su ternura como cuando era pequeña. El silencio de la capilla parecía traerle la calidez de su hogar.
Cuando la Madre Adoración le preguntó si estaba arrepentida, Julia no contestó; tampoco bajó los ojos. Entonces la religiosa cruzó las manos bajo el escapulario del hábito y sondeó las  pupilas de la muchacha que chispeaban impertérritas. Un sentimiento misericordioso se apoderó de la Madre Adoración y le hizo entender que la voluntad de aquella niña menguada y frágil era más fuerte que las bofetadas, los castigos y las penitencias. En segundos se trasladó de la capilla a su propia infancia, a las injusticias y a la dura condena del hábito con el que le habían impuesto una vocación que no sentía suya.
—Espérame aquí, Julia.
Al poco rato volvió con un papel y una caja de lápices de colores.
La Sagrada Familia del pajarito. Murillo
 —Copia el cuadro del retablo.
La niña la miró, primero incrédula y luego aterrorizada. Quiso decir algo, pero la Madre Adoración salía ya de la capilla seguida de la nube negra de su velo. Julia enmudeció dentro de sí misma, se le agarrotaron los dedos y no supo por dónde empezar. Contempló largamente el cuadro, hasta que vio al pajarillo revolotear sobre su cabeza, pero esto no le sirvió de ayuda y sedobló sobre el papel con un gesto doliente y caótico. Salió de la capilla, dejando todo sobre el banco, y se fue a su casa.
—Mamá, quiero volver a la fábrica.
Fueron meses penosos en los que Julia empeñó sus reducidas habilidades en aprender a hacer cigarros, pero terminó embalando cajas en el almacén. Trabajaba como una pequeña autómata, sin quejarse. Teresa estaba complacida y, de momento, había arrinconado sus temores, pero no se dejaba engañar, pues su hija parecía escapársele como  viento entre las manos.
Más adelante, le permitió quedarse con parte del salario y a Julia le faltó tiempo para comprar papel de dibujo y unos cuantos lápices. Teresa no dijo nada esta vez. Cualquier cosa era mejor que contemplar aquellos ojos cargados de silencios.
Una tarde de domingo, Teresa se durmió sobre la mesa de la cocina, al calor de la lumbre. Cuando despertó, Julia había salido, dejándole al lado una hoja de dibujo con su retrato vencida por el sueño. Mientras observaba el papel que temblaba en sus manos, no pudo imaginarse a su hija volviendo a la fábrica, 
Cuando Julia subió al tren que la llevaría a Madrid, con los ojos llenos de lágrimas y de sueños, Teresa le entregó la vieja caja de latón. En ella guardaba todas sus privaciones: algo de dinero y una composición fotográfica, desproporcionada y anacrónica, de ella y de Lorenzo.
—No llores más, Julia —repetía Teresa sin poder contener su propio llanto.
Julia se asomó por la ventanilla del vagón de tercera, agitando la mano en un largo adiós. Las bielas iniciaron su danza de distancias y la locomotora arrastró indiferente su carga sobre los raíles. Teresa se quedó sobre el andén como una patética estatua de paja y dejó de sentir el pulso de su vida.
En casa desbordó su angustia sobre la mesa, desbaratada, incontenida. Lloró lágrimas viejas y nuevas, hasta que el caudal tibio que fluía por todos sus orificios se agotó. Entonces se quedó dormida con una laxitud desmadejada y fantasmal, con toda la noche por delante.
El amanecer la alertó con la luz que entraba por el ventanuco. Contempló las mariposas que Julia había recortado y que aleteaban ingrávidas, suspendidas del techo de la cocina por los hilos de la costura. Tenía los pies entumecidos de frío y le ardía la cabeza. Se pasó una mano por  la frente; la notó helada. Se levantó y salió a la soledad de su vida sintiendo el corazón envuelto en papel de estraza.

Aurora G. Rivas RPIPA 22/3/2002



IDENTIDAD 

Si tú murieras
las estrellas a pesar de su lámpara
encendida
perderían el camino.

                V. Huidobro

Ya no tengo identidad.
Cuando apartaste de mí tu fervor
y en el aire
tu mano trazó la despedida,
cerramos la puerta de la casa
y allí quedó cuanto fuimos.

Como un viento frío, habita la memoria
los rincones oscuros
que ayer iluminabas. Y la silla,
la tuya,
es un reproche
mudo al cuento de mi vida.



sábado, 27 de octubre de 2012



Sirenas- Gustav klint



NAVEGANTE SOLITARIO

Era  navegante solitario,
timonel y lo que un barco requiere
para cruzar mares
menos procelosos que los que asomaban
a sus ojos.
Volvía de madrugada
de rondar a una sirena: sobre el hombro, el remo,
a su espalda el amanecer
cautivo de las aves cazadoras.

En la cantina de un puerto sin mar
y sin olvido, cazalla y güisqui de barril.
En las ingles el calor de un recuerdo
redondo de salitre y en el pelo las algas
que la nieve cinceló
entre las cárcavas y el viento.

Marinero de río, guardián de las riberas,
pez abisal que transmuta las madrugadas
en ardientes estrellas infinitas,
en sus manos guardaba la edad de las encinas
y el vuelo transparente
                                   y breve de la efímera.



domingo, 21 de octubre de 2012


Domingo de cuento

LA TIRA CÓMICA

De buena gana le hubiera hecho tragar el asqueroso periódico, pero era mi jefe y aunque no sentía ningún respeto por él, no me atrevía a tanto. Por alguno de esos misterios de nuestra capacidad para las antipatías irracionales, le había tomado auténtica aversión. O tal vez es que, sencillamente, me sentí desplazada cuando llegó, pues dejé de ser la payasa de la oficina para convertirme en una especie de chivata malévola que hacía ver a los demás lo que veía yo.
Lo que nunca entendí fue que mis compañeros me siguieran el juego. Es verdad que era la más antigua y tenía sobre ellos alguna ascendencia, pero esa especie de lameculos  cuya simpleza y mezquindad era mayor que la mía, y que se frotaban contra todo lo que se pudieran untar, aunque fuese mierda, nunca la entendí. Me sentía frustrada, enojada con el mundo entero, sobre todo después de la llegada de Ramiro cuyo puesto yo ambicionaba. Mis compañeros cuchicheaban a mi espalda pero tenían para mí todo tipo de sonrisas cuya complicidad nunca llegué a creerme,  aunque que me venía de perlas para poner un punto cómico en aquella oficina sórdida y triste, aun a costa de la candidez de un compañero.
Todas las mañanas, la misma cantinela; Ramiro asomaba el hocico detrás de la mampara y me preguntaba:
—Elena, ¿has leído el periódico?
—Sí, hace rato.
—¿Me lo traes, por favor?
Yo me levantaba y le acercaba el periódico. Permanecía a su lado unos segundos y miraba por encima de su hombro sólo para asegurarme de cuál era la página que buscaba.
Siempre lo mismo, día tras día. A Ramiro sólo le interesaba la tira cómica y  la página de sucesos. La tira cómica nunca la entendía y se las arreglaba para que yo le explicase de qué iba la cuestión. Yo, a veces, y por pura maldad,  le explicaba todo del revés. Entonces el hombre se perdía en un embrollo de confusiones mientras yo disimulaba una sonrisa torticera. Los compañeros ahogaban la risa tras la mano o hacían que pareciera inocente. Ramiro nunca se dio por enterado de las pullas y las míseras indirectas que, sin caridad ninguna, le hacíamos continuamente. Él, con toda inocencia, una vez que ojeaba la tira cómica, iba a mi ventanilla y, entre cliente y cliente, me preguntaba.
—¿La has leído? Es buenísima, ¿verdad?
—Muy buena.
—¿Y tú crees que este personaje está acertado en lo que dice?
—Para nada, pero en eso consiste el chiste, Ramiro.
Y si yo no decía nada más, se iba. Eso era lo mejor que le podía pasarle, lo mínimo. Lo más frecuente era que yo le hiciese preguntas respecto a la tira del día, en las que se embarullaba sin remedio, hasta que se iba mucho más confundido de cómo había llegado.
Mis seis horas diarias ante la ventanilla, meneando de acá para allá la maldita bandeja y  escuchando las habituales chorradas e impertinencias de los clientes, con la mejor cara posible,  contribuyeron no poco a que odiase aquel aire de ingenua bondad de mi jefe y, sobre todo, su innata simpatía y don de gentes. Su sueldo no era mucho mejor que el mío, pero tenía un despacho ridículo detrás de una mampara de metacrilato, veinte años menos y el sambenito de bobalicón que yo contribuí a alimentar con generoso empeño hasta que Ramiro ascendió y se fue a Madrid, a la Central, con doble sueldo y la mitad de horas de trabajo.
Yo, a pesar de mi despierta inteligencia, de mi indiscutible sentido del humor, sigo calentando el mismo asiento frente a la misma ventanilla de esta sucursal cutre, olvidada en un mísero poblacho de provincias.
Tengo otro jefe, siempre correcto, seco como un cardo a la orilla de un camino, al que no consigo encontrar el punto flaco, así que mantenemos una relación laboral aséptica y aburrida. Aburrida para mí, claro.
 Por eso ayer me sorprendió muchísimo que me llamase por mi nombre y me preguntase:
—Elena, ¿ha visto el periódico?
—Sí.
—Tráigamelo, por favor.
Sentí cómo la boca se me llenaba de saliva y a una víbora minúscula reptando sobre mi estómago. Mi emoción era indescriptible cuando le contesté:
—De acuerdo, pero hoy no trae tira cómica.
—¿Perdón?
—Digo, señor director, que hoy no trae tira cómica.
Primero se quedó mirándome con cara de pasmo como si se sintiera desorientado. Luego reaccionó y, mientras me fulminaba con los ojos,  sin que apenas se le moviese un músculo de la cara, me contestó  con una especie de silbido:
—¿Es usted estúpida? Tráigamelo inmediatamente. Quiero echar una mirada a la Bolsa.

Aurora García Rivas.


viernes, 19 de octubre de 2012



http://www.google.es La Garganta de las Yeguas, Cáceres


                                                      Me hablas de la Garganta de las Yeguas
                                       como de un lugar sagrado; quimera
                                   enredada en la bruma, velos para  novia
                                       difunta, como Ofelia, desdichada.
                                  En el aire que abrasa, tus ojos abrasados
                                        y en el fondo de una copa azul
                                                    el mar más azul 
                                                        y la noche.
                                                 Y
                                      sigo buscando las yeguas blancas
                                     que pacen diamantes en la escarcha.
 

jueves, 18 de octubre de 2012

Queridos amigos y lectores: gracias por haberos preocupado por mi. En breve seguiré publicando en este blog y leyendo los vuestros.
Un abrazo a todos y hasta pronto. Aurora