CUENTO PARA EL FIN DE SEMANA
El oro de los ojos del sapo
Mi casa daba, pared con pared, a la tapia
del parque del manicomio. Me había costado mucho acostumbrarme a los
terroríficos alaridos de los internos, que oía incluso con las ventanas
cerradas, y más aun a los inquietantes silencios que los seguían.
Las
tardes de verano, en las que abrían el parque al público, solía sentarme a la
sombra de un viejo magnolio y observaba a los enfermos. Algunos paseaban con una actitud beatífica y
concentrada; otros trabajaban en los parterres o recogían hojarasca bajo los
castaños de indias, con aire ausente… Un hombre
y una mujer deambulaban cogidos de la mano. Él, grande, de aspecto
esquizoide, parecía escuchar una orquesta de fantasmas a través de unos
auriculares envueltos en trapos; ella, delgadísima, tiraba de una correa con la
que arrastraba un collar de perro.
De
todos ellos, quien más me impresionó fue un hombre, hermoso como un dios
griego, que podaba la rosaleda con unas tijeras imaginarias, mientras cantaba
poemas de Neruda con una bella voz de barítono. De vez en cuando, se quedaba
inmóvil, con los brazos cruzados sobre la cabeza, más tiempo del que parece
posible que un ser humano pueda resistir, y miraba fijamente, en silencio, la
pequeña fuente que había en el cruce de los caminos en cuyo centro un sapo de
mármol dejaba caer su barriga sobre el
agua. Luego volvía a podar la rosaleda y a cantar.
Cuando sonaba la campana, todos los
internos volvían a los pabellones, pero el hombre de las rosas podaba hasta que
un enfermero salía a buscarlo.
—Vamos,
Marcelino.
Entonces Marcelino iba tras él con la
docilidad de una criatura que sabía cumplida su misión.
Seguí esta costumbre durante algunos
veranos. Me sentaba bajo los magnolios y aspiraba su aroma suntuoso. Tengo que
reconocer que lo que menos me importaban eran las magnolias, o el jardín, o la
sombra. Volvía allí porque Marcelino me
fascinaba.
Un día decidí saludarlo, pero él me ignoró.
Sólo existían para él las rosas, sus tijeras y los poemas de Neruda. Yo seguí
insistiendo:
—Hola,
Marcelino.
Nunca me contestó. Supongo que me veía como
un elemento más del parque. Yo, de todas formas, lo saludaba. Él parecía no
oírme. Cantaba y podaba, miraba la fuente y volvía a cantar y a podar hasta que
llegaba el enfermero.
Una
tarde, no me senté bajo las magnolias. Desde mi nuevo observatorio le vi volver
la cabeza y mirar fijamente al árbol, quieto más de una hora, con las tijeras
de sus brazos cerradas. Tampoco cantó “Los Versos del Capitán”. Se quedó
inmóvil hasta que llegó el enfermero. Entonces cortó una rosa blanca y fue a
depositarla bajo mi magnolio. Al
marcharme la recogí y aún guardo la ceniza de sus pétalos entre las páginas de
un libro de poemas de Pablo Neruda.
Al día siguiente, volví a sentarme bajo la
sombra del árbol y Marcelino me miró; vi en sus ojos un agradecimiento infinito
y comenzó a cantar mientras podaba. Un momento después miraba la fuente y
sonreía.
Nuestra relación duró más de diez años.
Aprendí a no ver en el parque más que a Marcelino, a sus rosas y a la fuente
del sapo. Tanto fue así, que dejé de oír los gritos de los internos y los
tensos silencios que los seguían.
Marcelino sólo se dirigió a mí en una
ocasión: después de cumplir con su tarea de podar, se fue a la fuente, metió
los dedos en los ojos del sapo y me trajo, en el cuenco de la mano, un
imaginario tesoro.
—Toma,
es el oro de los ojos del sapo.
Me quedé con su mirada para siempre en la
mía y recogí la ofrenda con tanta emoción como si me hubiera traído la luz de
mil estrellas.
Nunca más me habló. No era necesario.
Tampoco me miraba, pero él sabía que yo estaba allí. La costumbre de ir al
parque fue convirtiéndose en una obligación de la que ya no pude sustraerme.
Este
verano he vuelto. Esperé horas bajo el árbol, pero Marcelino no apareció. Volví
al día siguiente, y al otro, y al otro... No lo vi nunca más.
Seguí yendo al parque todos los días, hasta
que una tarde decidí que aquello era absurdo. Tampoco quise saber qué había
sido de él, de mi amigo; me levanté con la intención de no volver.
Al
pasar junto a la fuente, vi que los ojos del sapo se habían encendido como dos
luceros. Seguí el rastro de la luz y descubrí que, a través de las hojas del magnolio, hiriendo
antes una flor magnífica, un rayo de sol le ponía oro en las pupilas. Me
acerqué, le metí los dedos bajo los párpados, recogí aquella fortuna inesperada
en el cuenco de mi mano y la llevé a casa.
Desde entonces vuelvo al parque cada día,
recojo el oro de la tarde y, cuando llego a casa, lo guardo en una caja
pequeña. Dentro de poco tendré suficiente para hacer unas tijeras y podré podar
los rosales —cuyo abandono tanto me aflige— para devolver su esplendor a las
tardes del verano.
FIN
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