FIN DE SEMANA DE CUENTO Y POEMA
(Del libro "Docena y media de cuentos")
EL PARAGUAS
Hace unos días, cuando regresaba de dar mi paseo por el camino
que bordea los acantilados, se puso a llover a cántaros. En un momento me puse
como una sopa. Me apresuré todo lo que pude para guarecerme bajo la última de
las pérgolas que jalonan el sendero, aun cuando estaba segura de que no iba a
servirme de mucho.
Foto propia |
Poco antes de llegar, me encontré con él: era el hombre que todas
las tardes hacía el mismo camino que yo y que se paraba sobre las rocas como si
estuviera clavado en ellas, como si fuese el espíritu del aire;
miraba al mar abatido, triste, ausente. No importaba qué tiempo hiciera,
acudía puntual a aquella cita misteriosa y atisbaba el horizonte como si
esperase a alguien.
Aquel día diluviaba, pero él parecía no sentir el frío del
aguacero ni el azote del viento... Tampoco abrió el paraguas que llevaba
siempre, lloviera o no, y que nunca le había visto usar. Miraba al horizonte
absorto, en una especie de éxtasis como
si, de un momento a otro, fuese a echar a volar sobre las olas.
Cuando llegué a su lado, estaba empapada. Tenía frío y pensé que
iba a coger una otitis. Entonces tuve la idea de pedirle el paraguas
puesto que él no lo usaba; al menos me protegería algo la cabeza. Me acerqué a
él y lo saludé.
—Hola, buenas tardes.
Me miró como si no me viese, pero reaccionó y creí adivinar un
gesto de cordial simpatía en sus ojos.
—¿Sería tan amable de prestarme el paraguas, por favor?
Parecía no entender mi petición y me miró largamente. Al
fin, me lo tendió sin contestarme; abandonó su atalaya, dio la vuelta y se
alejó camino de la cuidad cuidando de esquivar los barrizales que la lluvia
había dejado entre la hierba. Yo me quedé con el paraguas en la mano más
sorprendida que si me hubiese dicho que no.
Al verlo marcharse con paso decidido, probé a abrir el paraguas
levantándolo por encima de mi cabeza. De repente, me envolvió una sombra: me
cayó encima toda la flacidez de la tela que se había soltado de las varillas y
vi cientos de agujeros por los que entraba la luz cenicienta de la tarde. Me
liberé como pude de aquel desbarajuste de óxido y polillas y empecé a correr
tras el hombre para devolverle aquella inutilidad, pero ya no pude alcanzarlo.
Había desaparecido entre la lluvia como un encantamiento.
Ya en casa, intenté arreglarlo; lo enrosqué, procurando disimular
tantos agujeros y tantos rotos como tenía, y me puse a meditar sobre el
misterio del paraguas, siempre en la mano del hombre y siempre cerrado. Supuse
que tendría sus razones. Qué sabía yo de su alma… Qué puedo saber yo del alma de nadie… Tuve la impresión
de que, aun sin haber hablado nunca con él, ya éramos amigos. O, al menos, que
había entre nosotros un especial entendimiento.
Al día siguiente volví a dar mi paseo y llevé el paraguas a su
dueño. Lo encontré en el sitio acostumbrado, en las mismas rocas que bajan como
filos de espadas hasta el rompiente. Estaba inmóvil, de pie frente a la galerna
que amainaba a aquella hora. Parecía
atrapado por una parálisis. Lo saludé con un susurro para no asustarlo y se
volvió hacia mí. Por primera vez pude ver con claridad sus ojos pintados por
todos los grises del anochecer. Me dirigió una mirada que parecía venir del
mismo fin del tiempo pero advertí en su cara el albor de una sonrisa.
— Tenga —le dije devolviéndole el paraguas—, muchas gracias.
— De nada, pídamelo cuando quiera. Yo no lo uso nunca.
Desde entonces, llueva o no, yo también llevo un paraguas cuando
paseo por la orilla del mar. No quiero que mi amigo piense que, si llueve, no
le pido el suyo porque no me atrevo, o él me lo ofrezca y no sepa cómo decirle
que no sirve para nada.
Del poemario "La tierra vertical"
Acércate,
sembrador, sosiega tus urgencias,
es aún tan joven la
mañana...
Siéntate a mi
lado y charlemos
bajo el cielo donde
vuelan los pájaros
hambrientos.
A ese puñado
de trigo
que te queda
dale un destino más
alto:
deja que alimente
a las bestias pequeñas
o que tenga la misma
utilidad que los luceros.
vigilemos cada surco
de este mar inesperado.
Siéntate, sembrador, he
traído
algo de pan: tejamos
juntos los ovillos de la aurora
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