Para este fin de semana, un cuento.
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Casa de campo en un trigal, Van Gogh |
LA CASA AMARILLA
“Disonante, sobre la línea del
horizonte, la casa amarilla se desperezaba entre la niebla matinal”. Isabel
seguramente escribiría algo así sobre la fea arquitectura que se aferraba a la
colina como una garrapata.
Isabel fue una novia que yo tuve y con
la que rompí porque no encajaba en mis planes. Mi pasión han sido siempre las
piedras; la de ella, la literatura. No me veía restaurando mi vieja casa
familiar, amasando hormigón y colocando tejas, mientras ella escribía poemas mirando
a la luna.
Cuando le comuniqué mi decisión, ni
siquiera me miró, bajó del coche y cerró la puerta con suavidad. Entró su casa sin
volverse y no me ocupé de saber nada más de su vida. Sin embargo, la recordé
muchas veces porque tengo que confesar que nunca me había sentido tan a gusto con
ninguna mujer y me hacía reír porque usaba con hábil maestría la retranca propia
de la gente del Norte. A Isabel, inteligente, hermosa… sólo le faltaba algo más
de disposición para ayudarme con mi proyecto,
pero era evidente que eso no iba a ocurrir porque tenía los suyos
propios. Confieso que la eché de menos y que no tardé en arrepentirme de mi
decisión. En el fondo esperaba que ella me llamase, no pensé que si de verdad
me amaba no hiciese algo para recuperar nuestra relación. Yo no me atreví a
hacerlo; francamente, temía su mordacidad y me daba miedo pensar que
seguramente me mandaría al cuerno.
Estos diez últimos años dediqué todos
mis esfuerzos a estudiar y diseñar sobre mi mesa de delineante, la casa que
había proyectado en mis sueños, sin dejar nada al azar ni a la improvisación.
Conozco cada piedra, labrada con mis manos, cada ojiva de las ventanas, cada
voluta de la forja de la puerta... ¡Queda aún tanto por hacer! Pero ya tiene
personalidad propia y la voy terminando con mimo de artista.
La casa amarilla acompañó mi voluntario
aislamiento desde su puesto de centinela, siempre cerrada e indiferente. A
veces recordaba las opiniones de Isabel que consideraba que el amarillo es el color de la luz. No lo
dudo, pero sigo pensando que según para qué cosas. El problema de la casa, en
realidad no era el color, era todo: el tipo de arquitectura, impropia de la
zona, el lugar en el que la construyeron...
Un día, fue retirado el rótulo de SE
ALQUILA de la verja del jardín y poco después fueron abiertos los postigos y las
ventanas. A los pocos días, en el claroscuro de la anochecida, alguien bajó
de un coche, sacó maletas y las metió en la casa, después desapareció al otro lado de la puerta y
todo recobró el silencio habitual. Me alegré de tener un vecino con quién
compartir la soledad, que empezaba a aburrirme tras haber cumplido el primer
objetivo de mi proyecto. Esperaba que fuese alguien discreto y agradable con el
que charlar de paso, sin más pretensiones.
En mis largos paseos por la carretera,
rodeaba la verja de su jardín, pero nunca veía a nadie. Mi perro ladraba al pasar,
alertado por el cambio, y yo intentaba
escrutar su interior. Mi curiosidad empezó a ocuparme más de lo deseable y,
aunque nunca me he interesado por vidas ajenas, me intrigaba qué podía hacer
una persona metida siempre en casa, a la que sólo llegaba una furgoneta cada
quince días. El conductor, después de descargar bolsas y paquetes en la puerta,
se iba, y el misterioso inquilino las recogía siempre por la noche.
Una mañana desperté muy temprano y fui a
dar mi habitual paseo. La casa amarilla brindaba al aire limpio sus ventanas
abiertas y pude vislumbrar, detrás de la transparencia de los visillos, una
figura de mujer. En aquel momento caí en la cuenta de la multitud de detalles
que me habían pasado desapercibidos, señales sutiles que diferencian las
casas habitadas por mujeres de las que lo están sólo por hombres. Un rato después
me pareció oír teclear en un ordenador, pero marché definitivamente convencido
de que sería imposible comunicarme con ella, no sólo por el nulo interés que mi
vecina me demostraba, sino porque las mujeres me han dado muchas sorpresas, no
siempre agradables. Nunca he conseguido entenderlas, y no quiero pensar que la culpa haya sido
sólo mía.
Solamente la vi fuera de la casa, desde
lejos, una tarde de primavera, de verdes recién estrenados y el cielo
intensamente azul sobre su cabeza. Vestía de blanco, llevaba un sombrero de ala
ancha y de su hombro colgaba una cámara fotográfica. Alguna vez, durante el
último verano, cuando la luna clareaba la noche, la veía pasear por el jardín,
entre las sombras, y eso me inquietaba, me producía un desasosiego
inexplicable. Empecé a imaginarme cosas...
La casa amarilla crecía en mis sueños como un animal
prehistórico, con dos alas que me abrazaban hasta asfixiarme. Salía de ella una
mujer: la “Dama de la noche”, que no tenía rostro, pero yo escuchaba su risa.
Corría tras ella, corría mientras ella caminaba con lánguida indiferencia, desnuda
como escarcha bajo una negra capa de terciopelo. Cada paso la conducía más cerca de la orilla de un río. Subía a una
barca y se iba corriente abajo bogando al viento, mientras los cabellos le
crecían incesantemente y dibujaban un camino que centelleaba sobre el agua y
por el que yo pretendía seguirla, pero me caía en un abismo interminable hasta
que me despertaba sobresaltado.
Resultó ser un sueño recurrente que
empecé a temer. Tuve que plantearme muy en serio retomar la objetividad de mi
existencia y plantar cara a aquel absurdo. Cuando llegué a la
conclusión de que quienquiera que fuese mi vecina no tenía por qué importarme,
la casa del horizonte apareció abandonada de nuevo, con los postigos cerrados y
el viejo rótulo en la verja. Volví a acostumbrarme a su silencio y olvidé a su
inquilina.
Algún tiempo después, tuve que ir a la
ciudad a hacer copias de unos planos que había dibujado. Aparqué mi furgoneta
en las afueras y recorrí las calles de siempre con la intención de volver
cuanto antes a refugiarme entre las paredes que comparto con mis utopías.
Al pasar frente al escaparate de una
librería llamaron mi atención una veintena de libros, todos iguales, que tenían
la misma fotografía en la sobrecubierta. Era una foto espléndida, luminosa. Me
acerqué y comprobé asombrado que se trataba de la casa amarilla, que repetía su
insólita imagen en cada libro. Sobre el azul del cielo, el título: “La casa amarilla”, bajo
éste, en letras más pequeñas, el nombre de la autora: Isabel Morán.
Claro que compré uno. Lo abrí nervioso,
con aprensiva lucidez. En la página correspondiente, la dedicatoria disparó sus
dardos directos a mi corazón: “A Gabriel, sin cuyo olvido nunca hubiera
intentado realizar mis sueños”.
FIN