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AUSENCIA DEL PÁRAMO
Cuando María de la Consolación vio lo que
había parido, con un esfuerzo apenas mayor que un hipo, mandó llamar de
inmediato a don Inocencio, el cura, para
que lo bautizase de urgencia, antes de que se apagara el débil pulso que hacía ondular
las costillas del recién nacido con un tic tic
tan débil como un suspiro de gorrión. Era preciso apurarse para evitar que
al niño, en vez de habitar este valle de lágrimas o irse directamente al cielo,
se lo llevasen los ángeles al limbo por toda la eternidad.
Su padre se sintió profundamente avergonzado
en la ventanilla del Registro Civil, pensando en el nombre que se había puesto
a su hijo bajo el agua perentoria de un bautismo apresurado, y pensó que quizá
viviría poco porque, a su endeble personita, habían añadido un nombre que, si el niño conseguía sobrevivir, no era lo más adecuado para su futuro. En el páramo, los
nombres cobraban un significado concluyente respecto a la persona, y ésta lo
arrastraba toda la vida como una carga o como un estandarte victorioso. Ausencia no parecía nombre de cristiano y menos de chico, pero Rodolfo del Páramo ya no
tenía más remedio que registrarlo así, porque el cura, mientras echaba agua
bendita sobre su cabeza, indiferente al débil llanto del niño y a su lucha,
dijo el primer nombre que se le ocurrió. Ausencia no parecía un buen augurio.
Contra
todo pronóstico, Ausencia creció aprisa. Largo como una planta en busca de luz,
espiritado y frágil, parecía vivir permanentemente en un angosto cubículo de
cristal, por cuya abertura mostraba la cabeza, grande y calva, a la que asomaban
un par de ojos verdiazules, que parecían implantados allí por equivocación.
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Fue un niño fácil de criar, silencioso,
amable, alegre, sólo tomaba leche y bananas, pero en tan gran cantidad que su
madre debía arrastrar todas las semanas dos grandes cestas llenas, desde el mercado al todo terreno aparcado junto al ayuntamiento, y luego
buscar en la casa un sitio fresco para conservarlas en buen estado. Ausencia, desde
el año cumplido y sin más ayuda que sus manos, las iba pelando y comiendo una a
una, atento a cada bocado, con la parsimonia de un viejo sin dientes que come
un mendrugo de pan.
A los tres años no hablaba pero había
adquirido una extraña habilidad para imitar a los pájaros y, cuando se
ausentaba de la casa camino de los páramos, se le posaban encima con tanta
confianza como si hubiesen encontrado un arbusto escuálido, desprovisto de
hojas, e iniciaban allí mismo su jolgorio, dichosos de que el niño los
transportase sin peligro y sin tener que gastar energías propias.
En el páramo
había cardos en abundancia y semillas de hierba con las que los pájaros saciaban
su voracidad para después despiojarse en el apacible transcurrir de la tarde, o
regresar sobre la cabeza y los hombros de Ausencia a posarse en las ramas de
los árboles del huerto.
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Sorprendentemente, Ausencia no hablaba, pero leía música en voz alta como un experto. Era para ver la cantidad de horas que Ausencia del Páramo dedicaba al aprendizaje, con tal entrega que a los nueve años parecía un virtuoso, y tenía a la flauta tan hechizada que ésta dejaba pasar a su través el aire sin que la soplase. Nada más que ponía sobre ella sus dedos, la flauta dibujaba melodías que el muchacho apuntaba en cuanto papel caía en sus manos, así que en pocos meses no había forma de encontrar en la casa una cuartilla limpia ni un folio sin pentagramas.
Cuando pasaba el camión de la basura, las
partituras revoloteaban entre remolinos de inmundicia, como fantasmas de
veleros que habían llegado a tierra firme y, en vez de navegar, volaban. Las
partituras, al llegar al vertedero, dejaban escapar sus hilos de música bajo
los picos de las gaviotas, y éstas y las ratas, volvían a esconderse en sus
guaridas sin atreverse a asomar a la superficie por lo extraño que se había
vuelto el lugar. El basurero se transformó en un paraninfo musical al que llegaron multitud de expertos para estudiar un fenómeno que nunca habían visto
en ninguna parte. Se inundó de música, de melodías que parecían venir de otros
mundos.
Gracias a eso, ni ratas ni gaviotas volvieron
a asomar al vertedero. Muertas todas, hechizadas o hambrientas, formaron parte
para siempre del sustrato de la tierra y Ausencia del Páramo fue visto con ojos
experimentales, pura ciencia y cálculo, y cambió la forma de tratarlo, pues era
preciso que viviese para estudiar qué fenómeno resultaba ser Ausencia. Su deformidad
dejó de ser ridiculizada y asombró a todo el país por los buenos ingresos que
procuraba a los estudiosos de prodigios. No quedó cadena de televisión, ni
radio, ni periódico, ni página virtual, donde Ausencia no tuviese su
referencia.
A los catorce años, Ausencia no había dejado de
crecer. Lo hacía, con terca precisión, a diez centímetros por año. Bajo su piel
macilenta se edificaba un conglomerado de andamiajes que solo parecían
destinados a sostener la cabeza, perfecta en su anatomía, pero enorme, cuyo
cráneo brillante y calvo guardaba un cerebro especialmente estructurado para
las Matemáticas y la Música. Crecía como un hilo sin consistencia y la cabeza
parecía una bola de cristal mal acoplada sobre sus hombros.
Sus padres, María de la Consolación y Rodolfo del Páramo, decidieron llevárselo lejos, donde nada ni nadie pudiese molestar a su hijo. Además, calculaban, si en diez años había crecido un metro, si ahora mismo medía metro noventa, les daba terror pensar que, a los veinte años, mediría dos cincuenta, ¿y a partir de ahí…? Estaban muy preocupados y Ausencia no era feliz con tanto manoseo y tanta prueba, así que decidieron volver a llevarlo a casa, a corretear por los páramos donde el límite era el cielo, y a tocar su flauta travesera.
Sus padres, María de la Consolación y Rodolfo del Páramo, decidieron llevárselo lejos, donde nada ni nadie pudiese molestar a su hijo. Además, calculaban, si en diez años había crecido un metro, si ahora mismo medía metro noventa, les daba terror pensar que, a los veinte años, mediría dos cincuenta, ¿y a partir de ahí…? Estaban muy preocupados y Ausencia no era feliz con tanto manoseo y tanta prueba, así que decidieron volver a llevarlo a casa, a corretear por los páramos donde el límite era el cielo, y a tocar su flauta travesera.
Sin embargo, la felicidad duró poco y alguien
más sibilino que los demás, convenció a sus padres de que sería bueno para el
muchacho salir de su casa, conocer mundos nuevos, aceptar con naturalidad sus
defectos y, de paso, hacer subir la audiencia en todos los medios, algo que no sólo lo haría rico, sino que también serviría para el progreso de la Humanidad.
A los dieciséis años daba conciertos en todos los paraninfos del país y hacía cálculos complejos con mayor rapidez que cualquier calculadora electrónica; a los dieciocho, se lo disputaban cincuenta cadenas de televisión y sus padres lo llevaron a vivir a la capital. Pero Ausencia pensó que aquello era un horror, así que volvió al páramo y salió a acompañar sus conciertos con los pájaros, metido hasta las rodillas entre las duras hierbas de la llanura, dejando a su flauta libre de interpretar la música que quisiera y mirando los ocasos con sus ojos como mares sin olas.
A los dieciséis años daba conciertos en todos los paraninfos del país y hacía cálculos complejos con mayor rapidez que cualquier calculadora electrónica; a los dieciocho, se lo disputaban cincuenta cadenas de televisión y sus padres lo llevaron a vivir a la capital. Pero Ausencia pensó que aquello era un horror, así que volvió al páramo y salió a acompañar sus conciertos con los pájaros, metido hasta las rodillas entre las duras hierbas de la llanura, dejando a su flauta libre de interpretar la música que quisiera y mirando los ocasos con sus ojos como mares sin olas.
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Desde cualquier sitio se le veía llegar
porque su cabeza se había vuelto más transparente y todo el mundo pudo ver que
su cerebro estaba lleno de tornillos diminutos, de chips y de ruedecillas de
engranaje. El páramo se llenó de apartamentos, que las empresas de turismo
alquilaban a los turistas, para que éstos
pudiesen descansar después de las largas caminatas que tenían que dar para ir
tras Ausencia, que intentaba esconderse de tanta curiosidad. Empezó a sentirse
infeliz otra vez.
A los veinte años, su cabeza no tenía un
tornillo en su sitio, dejó de comer bananas, dejó de crecer y una tarde
improvisó sobre las landas su último concierto. Llegaron todos los pájaros
desde el pasado y algunos del futuro se atrevieron a traspasar el límite de la
realidad. Ausencia se dobló sobre sí mismo, miró por última vez la llanura,
dejó que las aves poblasen toda su anatomía, se abrazó a su flauta y se quedó
dormido en un sueño infinito.
Su madre, a fuerza de pragmatismo, pensó que
era un alivio que aquel hijo hechizado desapareciese antes que ella porque no
estaba claro que Ausencia pudiese sobrevivir solo entre tantos seres distintos
a él, entre tanto egoísmo, en un mundo que hacía dinero a costa de cualquier
cosa o de cualquier persona, porque María de la Consolación sabía que su hijo
era normal, que los diferentes eran los otros.
Cuando fue a amortajarlo, se encontró con un
millón de mariposas blancas sobre la sombra que había dejado su cuerpo y con otro
millón de mariposas iguales, como clones alados, revoloteando en una danza cósmica, que lo elevaban sobre las nubes y lo hacían desaparecer más allá
de lo visible. María de la Consolación estaba segura de que Ausencia había
vuelto con los suyos.
FIN