HERENCIA FAMILIAR
Sonó el timbre y me levanté a abrir. Me quedé anonadada.
Era ella, mi bisabuela Clarita. Estaba en la puerta, frente a mí. Pero era mi
misma cara, era yo misma al otro lado del dintel, aunque ella sonreía mientras
yo temblaba. Su mirada era líquida y distante. Sus manos marfileñas, casi
transparentes, sostenían el bolso que mi abuela llevaba en la foto de su
casamiento y en el que alguien había hecho poner, en letras de plata, su
nombre: Clara.
Mi bisabuela abrió el bolso y sacó un libro. Me lo tendió y
yo lo recogí, porque era lo único que podía hacer, esperando que algo etéreo traspasase
mis dedos, pero el libro cargó todo su peso sobre mis manos y sentí la humedad
mohosa de las cosas viejas olvidadas en las alacenas. Ella, sin decir nada,
volvió a entrar en el ascensor y se marchó. La bombilla dejaba caer su luz
amarillenta sobre el rellano y un silencio de camposanto invadió la casa. Cerré
la puerta y tuve que apoyarme en ella mientras buscaba el interruptor de la
luz. Sentía escalofríos y, al mirarme casualmente en la cornucopia del
vestíbulo, vi su cara.
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Intenté serenarme y volver a la realidad. Miré el libro. Era
mi libro, el que tanto había añorado, el que la maestra me regaló cuando aún no
sabía leer. Era “Corazón” de Edmundo de Amicis. Lo había llevado a casa
seducida por el dibujo de la cubierta y por la más fascinante de sus
ilustraciones: un vapor cargado de emigrantes a América, zozobraba. Tras la
barandilla de la cubierta de popa —que se
elevaba varios metros sobre el
agua y bajo la que ya se distinguía la hélice tras la pala del timón y gran
parte de la quilla—, un hombre, apenas un muchacho, arrojaba desde la borda a una joven para que
alcanzase el bote de salvamento. Éste, agotaba sus últimos segundos antes de
alejarse del barco, cuyo remolino amenazaba con tragárselos a todos.
Era el libro en el que mi madre, Clarita, leía para mí una
historia cada noche. El recuerdo de su lomo desteñido, el dorado viejo de su
rótulo y el corte de las hojas sucio y desigual, acabó siendo un recuerdo
aparcado en el fondo de mis sueños. Y también éstos acabaron por desaparecer, mi
madre reposaba en su tumba y yo debía dedicarme a los vivos. El tiempo mitigó el dolor y la vida me trajo
otros sinsabores.
El libro desapareció el día que la enterramos. Lo busqué inútilmente durante muchísimo tiempo. Años después, aun
pudiendo comprarlo, no lo hice. Intuía que se iba a romper la magia del
recuerdo de las noches bajo la luz vacilante de la lamparilla, de la voz de mi
madre, que exageraba las exclamaciones con su lectura de infantiles acentos,
las emociones que asomaban a mis ojos y mi decisión irrevocable de imitar a
todos aquellos héroes, sobre todo al muchacho del barco que arrojaba a la chica
por la borda para salvarla del naufragio mientras exclamaba: “Julia, tú tienes
padre y madre, yo soy solo”. Me parecía
la mayor de las heroicidades: ceder a la muchacha su puesto en la lancha de
salvamento para que sus padres no sufrieran por su muerte.
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Se hicieron múltiples ediciones del libro, pero nunca lo
compré, por tanto no pude leérselo a mi hija Clarita, ni ésta a Clara, mi
nieta. No era capaz de encontrar el hilo que pudiese unir varias generaciones de
mujeres a través de un libro de cuentos. Además sentía cierta cautela… como si
algo que sólo acertaba a intuir, me impidiese hacerme con uno nuevo.
La aparición de mi bisabuela desmentía mi forma de ver el
asunto. Por alguna causa que mi razón no alcanzaba a entender, el libro había
viajado de generación en generación hacia el pasado. Tal vez sólo se trataba de
que me invadía un terror inexplicable y aquellas cosas de aparecidos y
fantasmas —aunque estaban lejos de mi raciocinio y ninguna creencia en lo
sobrenatural podía sustentarlas—, seguían viviendo en mi mente, alimentadas por
algo o alguien a quien no dejaba llegar a mí.
Volví a mi realidad del presente. Palpé el libro.
Tenia que ser un sueño, otra cosa no era posible. Pero no, el libro era real: su
peso, la humedad que rezumaba, sus tapas desteñidas, el lomo de tela con letras
doradas, el corte desigual… Sí, era mi libro. Parecía acabado de desenterrar y
me teñía las manos de tinta y de una especie de sustancia pegajosa e invisible que
erizó mi piel.
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Lo abrí temblando y, de entre sus hojas, se cayó la aguileña que
mi madre y yo habíamos guardado una tarde mientras paseábamos por el bosque y
leíamos, cuando una cuando otra, cualquiera de las historias que parecían vivir
dentro de sus páginas. La flor estaba tan frágil como una mariposa caída en una
trampa y muerta por inanición, pero aún conservaba intactos sus cinco pétalos y
se había diluido entre las letras el añil de su corola. La puse otra vez en su
lugar, ojeé el libro y fue entonces cuando vi la dedicatoria recién escrita:
“Clara, te lo devuelvo
porque ya me lo sé de memoria. Será mejor que tu nieta lo aprenda antes de que te mueras. Sus hojas no resistirían
otros cien años bajo tierra y, además, tú no podrás devolvérselo a tu bisnieta Clarita
porque serás incinerada”
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Dejé el libro sobre la consola y volví a mirarme en el
espejo. Era yo, era mi imagen, mi cara, pero la sonrisa parecía un pegote
traído de otro tiempo porque yo no sonreía, era imposible, notaba los músculos
de mi rostro contraídos alrededor de los labios cerrados con una mueca de
espanto. Era ella, mi bisabuela, la que sonreía en mi cara.
Oí, tras la niebla que envolvía mi razón, cómo mi nieta
intentaba calmar el llanto de su hija Clarita. La acunaba entre sus brazos
cuando se acercó a mí. Me miró como si viese un fantasma y dejó a la niña en el
suelo. Ésta se me acercó gateando
torpemente. La tomé entre mis brazos y puse en sus manitas el libro que ella
apenas podía sostener. Su madre lo cogió e hizo un gesto de desagrado.
—¿De dónde lo sacaste?
—Me lo acaban de devolver.
Clara volvió a mirarme y en sus ojos vi una sombra de
pánico. Cogió a su hija y se marchó con ella a la cocina. Tiró el libro al
fuego pero yo conseguí rescatarlo antes de que se quemase. Estaba tan húmedo
que ni siquiera se había chamuscado.
—Guárdalo para tu niña. Creo que esta vez se saltará una
generación porque no creo que tú lo leas.
Mi nieta cogió el libro con mano temblorosa, levantó a la
niña del suelo y la abrazó con todas sus fuerzas. Salió de la casa y, ya en la
puerta, me miró profunda y largamente. Mientras me mostraba el libro me dijo:
—En esta familia se acabaron los fantasmas. Voy a quemarlo
fuera.
Eso se creía ella. No se dio cuenta de que la voz que salía de su garganta era la de mi bisabuela y que sus ojos habían cambiado de color: no eran azules como los de su padre sino negros como los míos.
Eso se creía ella. No se dio cuenta de que la voz que salía de su garganta era la de mi bisabuela y que sus ojos habían cambiado de color: no eran azules como los de su padre sino negros como los míos.
Aurora G. Rivas. RPIPA: 12/3/2007
Cuanta belleza nostálgica hay en tu relato, y misterio... Mi familia siempre ha sido un matriarcado, como dice siempre mi hijo, y es que todas las mujeres estamos muy unidas y el vínculo que nos ha unido siempre han sido mis abuelos, una maravillosa pareja tan llena de amor que tres generaciones después, ya cuatro,el vinculo sigue siendo indisoluble. Que lástima que tus cuentos no nos lleguen aqui, pero gracias a tu blog los podemos difrutar. No hace mucho dediqué una entrada en mi blog a una paisana tuya: http://elisendaortega.blogspot.com/2012/08/marisa-villardefrancos-lemily-bronte.html
ResponderEliminarSus libros marcaron la infancia de las mujeres de mi familia y aún hoy releo fragmentos que me siguen emocionando.. Mi hija no los leyó pero tal vez, como en tu relato, mi nieta lo haga. Un gran abrazo!
Querida Elisenda: es muy hermoso lo que cuentas. Si analizamos el devenir de las familias humildes, fueron casi todas matriarcados, por una u otra razón (guerras, trabajo en la mar, emigración) fueron las mujeres las encargadas de sacar adelante a la familia; educadoras,informadoras, cuidadoras, enfermeras... Yo no sé si eso es bueno o malo. Algunas cosas (dicen) están superadas. Yo no lo tengo tan claro. Es cierto que algunos libros estaban nada más que destinados a adoctrinar, algo así pasa con "Corazón", pero yo entonces sólo veía y sentía la emoción de sus historias y nada más me importaba, y ahora tampoco porque no cabe duda de que el El libro está lleno de valores positivos aunque esté superado en muchos aspectos como es natural.
EliminarMiraré la entrada que me dices. Muchas gracias y un abrazo.
Esa señora es gallega, yo soy asturiana aunque soy gallegoparlante porque nací en el extremo occidental de Asturias.
Eliminar¡Aquellos maravillosos libros que leíamos o nos leían de niñas! Algunos nos han marcado. Y probablemente nos han configurado.
ResponderEliminarMe encantó encontrarte entre mis seguidoras. Espero que disfrutes. Tengo otro blog, que es posible que te guste: http://intentos de escritora.blogspot.com . Me encantaría saber tu opinión.
Un abrazo
Sí, y que leíamos. Entonces nos producían un placer indescriptible y dejaban volar nuestra imaginación. De ellos nos ha quedado lo mejor y la capacidad para contar cuentos. Lástima que eso se pierda, espero que sea en provechos de mejores tiempos. No lo sé. Miraré tu otro blog, agradezco tu cortesía y tus amables palabras. Un abrazo.
EliminarYa he visto tu blog, entraré a menudo, me encanta. Gracias.
EliminarPrecioso el cuento que nos dejas con ese recuerdo inolvidable de aquel libro de nuestra infancia que tantas veces leímos y que nos hizo soñar. El final lleva tu impronta y sabes salir del mismo airosamente, con esa ternura y familiaridad a la que nos tienes acostumbrados.
ResponderEliminarFelicidades por este excelente trabajo Aurora.
Un abrazo y feliz fin de semana.
Feliz y fructífero fin de semana, Rafael.
EliminarAurora llego a tu blog desde mi barco de sueños y agradecer tu visita, encantada de recibirte siempre que desees llegar... Interesante relato. Un placer seguirte, un abrazo
ResponderEliminarMuchas gracias. Ës la magia de Internet que nos permite estos lujos. Gracias a ti y mi más cálida enhorabuena por tu blog. Un abrazo.
EliminarHOLA ME VINE RÁPIDO PARA RESPONDER SOBRE JUAN R. jIMÉNEZ. YO PIENSO QUE LA OBRA DEL AUTOR DEBE IR SEPARADA DE SU VIDA PRIVADA. CADA PAREJA ES UN MUNDO Y ES TOTALMENTE UNICO LO QUE ELLOS HAN VIVIDO, YO SOLO PUBLIQUÉ LO QUE LEÍ EN UN LIBRO SOBRE SU VIDA, UN LIBRO BIEN DOCUMENTADO... NO QUIERO DEBATES SOBRE ESO PORQUE YO SÉ POCO Y RESPETO CADA HISTORIA, SOY IMPARCIAL. LASTIMA QUE ELLA NO HAYA PODIDO MOSTRAR SU OBRA.
ResponderEliminarUN BESITO.
PD YA VENDRÉ A LEER TUS MARAVILLOSOS TEXTOS.
Mi querida Luján, no es mi intención debatir nada. De veras. Sólo intento añadir alguna información a lo que leo. Y, desde luego, ni se me ocurre hacer que te sientas molesta. Yo sé poco también, poco de muchas cosas y nada de más cosas. Tu blog es un lujo, es una manera muy generosa de difundir cultura y eso es impagable en estos tiempos.
EliminarLo siento, de verdad. No veas en mi respuesta tono de reproche porque no lo hay. Un gran gran abrazo.
Hola, maravilloso relato y que bella herencia la del libro....... Lastima que no se puedan conservar intactos los libros en papel, para mi son tesoros, tengo algunos tan viejos como yo que conservo con cariño y que tengo dedicados a mis hijos....... Cuidate.
ResponderEliminarPues sí. Cualquier soporte es bueno para leer, pero a mí que no me quiten el papel. Muchas gracias por tus palabras. Un beso.
EliminarHola Aurora, también yo prefiero el papel. Cuidate mucho amiga.
ResponderEliminarAurora, me apasiona de la historia la herencia de un libro que pasa de generación en generación a pesar de los avatares del destino o las controversias de la realidad. Una lectura que va y viene como la mejor joya familiar como legado que perdura entre los fantasmas que toda familia conserva. La literatura como riqueza y valor transferible e inolvidable.
ResponderEliminarMe ha encantado.
Un abrazo
Muchas gracias, Felicidad. Eso son joyas y no el oro. Un abrazo y gracias por tu visita.
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