Virutas
Llamó una noche a nuestra
puerta, aterido y hambriento. Tiritaba. Mi padre le mandó pasar a la cocina
donde yo le preparé una taza de vino caliente con azúcar mientras intentaba
calentarse en la estufa. Poco a poco, recobró el color. Un caminante, dijo, al
que la nieve ha sorprendido. Lo miré sin reservas: era un hombre muy guapo, con
unos inmensos ojos azules bajo el flequillo revuelto.
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Cuando se hubo restablecido, me
devolvió la mirada con más franqueza que curiosidad, pero en un segundo cambió
la expresión de su rostro y tuve la sensación de que sus ojos me atravesaban
como un relámpago. En un instante se le encendieron las pupilas mientras me
daba un repaso de arriba abajo. Yo había oído hablar del flechazo y me parecía una tontería —otro de los inventos con que la
gente entretiene sus dimes y diretes—, pero supe que la tontería acababa de arrebatarme
al séptimo cielo y que prometía cielos más altos.
Se quedó en casa porque mi
padre necesitaba un ayudante para su máquina de hacer madreñas y para las faenas
del campo y de la huerta y él necesitaba un trabajo y un techo. En poco tiempo
se convirtió en un experto con cualquier herramienta, imprescindible, callado,
duro y voluntarioso para cualquier faena. Nunca estaba enfermo, no se quejaba,
comía poco… A mi padre lo tenía completamente hechizado y empezó a delegar en
él responsabilidades que nunca se había atrevido a delegar en nadie. Se
levantaba mucho antes que el sol y se acostaba agotado mucho después que los
demás. Aun así, se metía en mi cama silencioso como un gato. Al amanecer se
levantaba y se iba con el mismo sigilo.
Se llamaba Pepe pero acabé
llamándole Virutas porque Pepe también se llamaban mi padre, mi hermano y mi
sobrino y, como en mi familia no había imaginación ninguna para buscar nombres
a los recién nacidos, los Pepes ya me parecían demasiados. Virutas me pareció
original y además muy apropiado porque, entre otras maravillas, llevaba a mi
cama el pelo enredado con los pequeños recortes de la madera de abedul, con la
que hacía las madreñas, que dejaba caer la máquina. Olía deliciosamente y no sé
si aquel perfume resultaba afrodisíaco, aunque yo no necesitaba ningún
aliciente extra, porque sentía que toda mi carne y mi alma se derretían con sus
abrazos. Y eso ocurría una noche sí y otra también.
Virutas era pobre como las
arañas, pero a mí el dinero nunca me había dado alegría ni incendiaba mis sueños.
Durante el día casi no me hablaba o simplemente me decía, señora por aquí o
señora por allá, pero al amanecer me dejaba las piel ardiendo y un cosquilleo
por el ombligo que me duraba hasta la noche siguiente. Mi cara se llenó de luz
y mi voz se moduló con una música desconocida. Mi padre estaba también muy
contento conmigo, has madurado, decía. Y es que me había transformado en una
hija atenta y laboriosa, algo que no parecía posible hacía tan sólo algunos
meses. Me sentía feliz, nunca pensaba en las consecuencias de lo que estábamos
haciendo.
Atilano, el hijo de don
Venancio —el vecino llegado de América hacía mucho tiempo, asquerosamente rico,
que había comprado la mitad del pueblo—, venía a cortejarme desde el día en que
cumplí dieciséis años, con la aprobación de ambos padres, pues estaba yo
destinada a matrimoniar con él para juntar
las dos haciendas. Se sentaba en el escaño, bajaba la mesa y se ponía a
comer castañas con la misma delicadeza que un cerdo cuando hoza en una ciénaga
en busca de ratas. No me prestaba ni un mínimo de atención, algo lógico porque
no parecían ser las mujeres las destinatarias de sus desvelos.
Yo me oponía a su decisión de mi padre, pero él, no sé si con buen o mal juicio, decía que eso era lo de menos. Lo importante era, según él, abrir nuevas espectativas a nuestra industria de madreñas, comprar otra máquina, y mejorar la incipiente cría del pitu de caleya*,
Yo me oponía a su decisión de mi padre, pero él, no sé si con buen o mal juicio, decía que eso era lo de menos. Lo importante era, según él, abrir nuevas espectativas a nuestra industria de madreñas, comprar otra máquina, y mejorar la incipiente cría del pitu de caleya*,
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que estaba teniendo un
éxito inesperado, pero a la que hacía falta una inversión importante y mi padre
era muy agarrado para revertir, incluso en propio beneficio, los cuartos que tenía en el
banco, seguramente criando pelusa. A don Venancio, por lo visto, le sobraban
cuartos y no sabía qué hacer con aquel hijo, dechado de todos los pecados
capitales menos la ira, pues nunca se enfadaba y su gesto era siempre el mismo,
lloviera, nevara o cayeran chuzos de punta. Pusilánime hasta la desesperación,
comía a todas horas como única forma de ocupar su tiempo, que era todo el
tiempo entre la amanecida y la anochecida. En realidad, parecía otro de los
cerdos del corral engordados para la matanza.
Un buen intercambio, hija,
ése era siempre el discurso de mi padre y a mí, que me habían educado para eso
entre él y la tía Socorro, no me quedaba otra que decir que sí a todo, y si no
decía nada, mejor. Pero yo estaba tan feliz, tan arrebatada, que me daba lo
mismo que el tal Atilano viniese a cortejarme a casa con tan claras intenciones,
tan pocas luces en la sesera y con todo ya hecho y decidido por la voluntad de
nuestros padres. Yo era feliz, felicísima. Virutas era un portento, un mozo
guapo, fibroso y tierno como un ternerillo. Me llenaba de atenciones; todas,
como es de suponer, a oscuras y en secreto.
Y pasó. Era lo natural. Mi
tía Socorro que era contrahecha y bizca pero nada tonta, me medía la cintura
con el ojo bueno y no dejaba de lanzarme indirectas, pero hija, no me digas que
Atilano… habrá que matrimoniar enseguida.
Mi padre, nunca sabré cómo, se enteró de las escapadas de Virutas a mi lecho —el lecho que ya era nuestro lecho— y lo echó de casa. Virutas se marchó con más frío y más tristeza de la que había traído. Pero no miró atrás. Yo adiviné dolorosas lágrimas en sus ojos, tanto como en los míos, y tal vez las únicas lágrimas que había soltado en toda su vida.
Mi padre, nunca sabré cómo, se enteró de las escapadas de Virutas a mi lecho —el lecho que ya era nuestro lecho— y lo echó de casa. Virutas se marchó con más frío y más tristeza de la que había traído. Pero no miró atrás. Yo adiviné dolorosas lágrimas en sus ojos, tanto como en los míos, y tal vez las únicas lágrimas que había soltado en toda su vida.
La misma tarde, mi padre
llegó a la cocina y, mientras Atilano engullía castañas sin tino, mirándolo con
cara de asco, le espetó:
—Mañana os casáis. Ya está
todo arreglado.
Atilano ni levantó los ojos,
ardua tarea para semejante lerdo. Siguió comiendo castañas y contestó como si
le acabasen de decir que llovía:
—Está bien.
Yo no dije ni pío. Me dispuse
a sacrificar mis sueños y mis noches de dulzuras en favor de lo que parecía que
era mi deber y sintiendo que debía purgar de esa forma pecados inconfesables. Y
así fue como nos casamos Atilano y yo y así fue como me fui a su casa, que la
encontré llena de mondongos viejos, porquería a montones y miseria.
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Tuve que
empezar por echar a las gallinas al corral y limitar la libertad de los cerdos
a la cochiquera; además me vi obligada rascar las vigas, de las que colgaban
trenzados de hollines y telarañas, si no quería que aquella mugre me cayese en
la cabeza. No acababa de entender dónde estaban los dineros de mi suegro para
vivir de forma tan mísera. Supongo que en el mismo sitio que los de mi padre,
produciendo réditos que se comían Hacienda, además de las pelusas.
Tuve que arremangarme, con la
barriga ya como un bombo, para poner algo de orden entre tanto desatino. Exigí
mejoras en la casa, al menos las elementales, es decir, agua y electricidad, un
retrete y una cocina decente, una tinaja grande para bañarme yo, que sospecho
que era la única que lo hacía, una cama en la que se pudiese dormir —sola, por
supuesto—, y un cuarto sin goteras para el futuro vástago. Se me concedió todo en
atención a lo que pronto iba a parir y a que marido y suegro creyeron que el
hijo era hijo de quién no era. Lo peor es que Atilano también creía que era
suyo y no entiendo por qué ya que, si por él fuese, yo seguiría siendo virgen. Sólo
mi padre, mi tía Socorro y yo, sabíamos la verdad, amén de Virutas, claro. Pero
como de éste no habíamos vuelto a saber nada, no suponía ningún peligro.
Nació el niño, un Virutas
pequeñito con los ojos como soles, azules como los del Virutas grande, y una
mata de pelo crespo que fue cayendo y convirtiéndose en rizos dorados como los
de su padre. Por aquello de que nunca un secreto bien guardado lo es, al final,
todo el mundo supo (aunque disimulaban en nuestra presencia) quién era el padre
de mi pequeño Virutas. Lo callaban, pero las sonrisas y los gestos eran
suficientes y yo me hacía la sueca conteniendo una rabia que, si la dejase
escapar, sería peor que el veneno de una víbora. A mi padre le convenía hacerse
el tonto, sólo Atilano y el suyo parecían en Babia. Acogieron al niño con mil
arrumacos, como era de esperar de un padre y un abuelo.
—Mira qué bien lo has hecho,
hijo. Qué niño tan guapo. Para que luego digan que eres marica.
Llegó el día del bautizo y
fuimos a la iglesia engalanados para la ocasión, con mi niño arropado con la
mantilla de cristianar más bonita y más cara que encontré —haciendo honor a los
cuartos de mi suegro—, azul como sus ojos y blanda y amorosa como un regazo.
Hubo las felicitaciones de rigor, los regalos de rigor, las alabanzas de rigor,
y mi consiguiente cabreo por tanta hipocresía… que se críe bien, que Dios lo
proteja, es un niño precioso, es igualito que su padre. Pues sí, igualito que
su padre sí que era. Mi pequeño Virutas babeaba en mis brazos igual que babeaba
su padre en mi cama, pero en otro sentido.
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Cuando íbamos a salir de la
iglesia, con el niño ya bautizado, vi entrar por la puerta del claustro a Virutas
llevando un gran cesto con tapas. Me quedé helada. Miré a mi padre pero éste no
me miró. Supongo que no podía. Vi cómo apretaba las nalgas y le salía al paso intentando
mantener el tipo.
—Hola, me alegro de verte,
hombre. Supongo que traes un regalo para el niño.
—Traigo, sí señor.
—Muy bien, hombre, muy bien.
Es de bien nacidos ser agradecido.
—Lo es, sí señor.
Huelga decir que a mí,
aquella conversación tan formal, me olía a cuerno quemado y me puse a temblar
cuando Virutas dejó su cesto a mis pies y, digno como un príncipe, se largó
pisando fuerte y firme sobre las baldosas.
—Que tengan ustedes un feliz
día.
Mi padre estaba demudado, no
lo había visto nunca con semejante expresión y sé que pasó uno de los mayores
apuros de su vida. Optó por lo lógico.
—Anda, hija. Abre el cesto a
ver qué le trajo al niño mi antiguo criado.
—Deje, padre, deje. No es
momento. Ya lo abro en casa.
—Mujer, estos buenos vecinos
querrán saber cuál es el regalo.
—Ya, pero que vengan maña a
verlo a casa.
—No les harás ese feo.
—Mejor en casa. Mejor mañana.
—Anda, hija. No les hagas un
feo a nuestros vecinos.
—No, señor, no se lo haré.
Abriré el cesto…
Y me dispuse a abrir el cesto
encomendándome a toda la corte celestial y dispuesta a pasar la mayor vergüenza
de mi vida. Es verdad que conocía a Virutas nada más que a oscuras y un poco si
acaso a la luz, poco. Pero… mi Virutas no era un hombre cobarde y estaba segura
de que con aquel regalo pretendía decirme algo.
Apreté al niño contra mi
pecho, me agaché despacito con el corazón saliéndoseme por la boca y levanté
con tiento una de las tapas. Por encima de mi cabeza, la vecindad asomaba las
suyas con el mayor de los silencios y la más mezquina de las ruindades, la
risita contenida y tapándose la boca, esperando no sabía qué. Aún escucho su
jolgorio, carcajadas que resonaban en la iglesia como risas diabólicas, su
bellaquería y su mala leche. Alguno se agarraba a la barriga sin poder
contenerse y pataleaba para aliviar las risotadas que le hacían tambalearse
mientras miraba el contenido del cesto.
El cesto estaba lleno de
virutas.
Sentí que me quedaba sin
sangre en las venas, pero fue sólo un segundo: tuve un momento de lucidez y el
futuro se me presentó tan claro como un cielo sin nubes. Dejé el cesto en el
suelo, arrebujé a mi niño, lo apreté contra mí y salí corriendo de la iglesia porque
sabía que Virutas estaba fuera, esperándonos. Me miró con una sonrisa llena de
felicidad. Cogió a su hijo en un abrazo de increíble calidez, me miró
largamente y pasó por mis hombros el otro brazo. Dimos la espalda a los
parroquianos que habían salido detrás de mí como una bandada de cuervos que han
avistado carroña y, carretera adelante, sin mirar atrás, nos marchamos con lo que
era nuestro, juntos para siempre, en busca de todo lo que nos faltaba por
conquistar.
*Pitu de caleya: pollos criados sueltos por las caleyas (caminos)
*Pitu de caleya: pollos criados sueltos por las caleyas (caminos)
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Una maravilla de relato, lleno de dulzura y además acaba bien.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho
Un abrazo
Otro de mis cuentos rurales, Samuel... Es que yo soy una aldeana de vocación, no quiero evitarlo. Gracias por leerlo, un abraciño.
ResponderEliminarPrecioso cuento con un final también de cuento antiguo Aurora. Felicidades por dejarnos esta hermosura.
ResponderEliminarUn abrazo en la noche.
Sí, es verdad, tiene aire de cuento antiguo. Como yo... Lo del final es discutible, creo que había que tener muchos redaños para hacer algo así, pero dejemos a los protagonistas con su decisión. Un abrazo.
EliminarHOla Aurora, maravillosa historia la que compartes hoy. Me encanto Virutas. Cuidate mucho.
ResponderEliminarMuchas gracias, Poetiza. Es una adaptación de un cuento que tengo publicado en gallego y en portugués. Ahora en castellano, el mismo argumento pero reescrito. Un abrazo.
EliminarAurora, tu magnífica narrativa nos conduce por el aparente apacible mundo rural, donde las historias acontecen sigilosas y casi invisibles como si el tiempo apenas transcurriera. Una historia tierna y entrañable a veces y decida y voluntariosa otras. Deliciosa recreación de la atmósfera, de la escenografía y una certera y brillante construcción de personajes.
ResponderEliminarUn cuento envolvente que nos atrapa desde la primera línea y se nos hace corto en el punto final.
Gracias por regalarnos buena literatura. Un palcer y un lujo.
Abrazos
Como puedes ver, nada en común con tus relatos, magníficos por otra parte, de ambiente urbano casi siempre, aunque a veces cuentas historias de casas y hechos misteriosos. Yo he nacido en una aldea de cinco casas, pero aunque escribo sobre el mundo rural, no estoy anclada en el mundo rural. Sí es cierto que tengo cierta tendencia a incluirlo en mis creaciones, entre otras cosas porque creo que lo conozco bastante bien. He sido siempre una gran observadora de lo que acontece puertas adentro en las familias, también en las guerras entre vecinos, sus alianzas y sus venganzas. Es un mundo complejo en el que se comenten los mismos pecados que en cualquier otro lugar, aunque es difícil ocultar las consecuencias por ser todos conocidos. Las mismas hipocresías sin más, las mismas miserias... o más, que en el mundo urbano. Es también la lógica lucha por una supervivencia muchas veces cruel por su aislamiento e ignorancia.
EliminarMuchas gracias por tomarte la molestia de analizarlo. Este cuento es una recreación de otro ya publicado en sendos libros, en gallego y en portugués. Con estos ejercicios me doy cuenta de que se puede contar cualquier cosa en cualquier lengua siempre que se piense en esa lengua, como me ocurre con el gallego y el castellano. Las dos para mí son igualmente mías.
Un abrazo y muchas, muchísimas gracias.
Muy bonito... con un toque de humor y sarcasmo.
ResponderEliminarUn abrazo.
Es cierto, Marina. El cuento cuenta con cierto sarcasmo, algo que se da muy bien entre los aldeanos, y yo intento recrear lo mejor posible lo que veo y escucho entre ellos. Ya sabes dónde nací, lo cual justifica mi apego a esa forma de ser.
EliminarUn abrazo muy grande.
MIS PENSAMIENTOS. MERCE CARDONA. Dice, hermosa historia, te felicito. gracias por pasar por mi casa. Besos
ResponderEliminarA ti, Merce, Un abrazo
ResponderEliminarMuy bella historia.
ResponderEliminarAl final eso es lo importante lo que a cada uno nos haga feliz, sin importar lo que digas lo demás....eh y sin dañar!!!
Cariños para tiiiiiiiiiiiii
mar
Eso pienso yo también, Mar. Pero, a veces, esas decisiones no son fáciles. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias por tu apoyo.
ResponderEliminarHoy pase la tarde con mi hermana y eso me tranquilizo, vamos bien....no le pudieron sacar todo el tumor porque estaba junto a una importante vena....pero es benigno y ella esta bien, y yo doy gracias a DIOS.
Mi abrazo para ti.
mar
Cuánto me alegro, Mar. Una buena noticia entre tanta tragedia. Esas cosas nos traen algo de luz y la convicción de que hay que seguir luchando. Un abrazo.
EliminarMe ha enganchado desde el principio. La historia se desliza con aparente facilidad, que encierra una trama muy trabajada, depurada, sobria. Como tu misma dices, conoces muy bien el mundo rural lleno de intereses materialista,crítica despiadada, envidias, pasiones desatadas ( que se puede extrapolar a la sociedad urbana, aunque en esta ocurra de forma distinta).
ResponderEliminarHas hecho patente la hipocresía de una sociedad que guarda las formas externas de unas creencias, mientras vive de espaldas a ellas: convive con quién no es su marido pero bautiza al niño sin convicción. Y se larga con su amante habiendo consentido en un matrimonio impuesto.
Está claro que la prosa se te da muy bien y tienes un modo de narrar que engancha.
Un abrazo y hasta pronto
Discúlpame Begoña, no había visto este comentario. Tienes razón, aldeanos y urbanitas vivimos las mismas pasiones en lugares diferentes pero, al fin y al cabo, es todo lo mismo.
EliminarLa protagonista es de otra época, tal vez más que consentir lo que hace es obedecer, que es lo que se nos enseñó a muchas mujeres. Ella, al menos, tuvo el coraje de dejar todo, a pesar de las habladurías.
Gracias por tu molestia y por tu comentario. Es muy generoso, creo. Un abrazo.
No, creo que mi comentario es justo. Escribes muy bien.
EliminarUn abrazo