viernes, 11 de marzo de 2016

PARA EL FIN DE SEMANA, CUENTO (El paraguas) Y POEMA(Sembrador)




FIN DE SEMANA DE CUENTO Y POEMA



(Del libro "Docena y media de cuentos")

EL PARAGUAS 

Hace unos días, cuando regresaba de dar mi paseo por el camino que bordea los acantilados, se puso a llover a cántaros. En un momento me puse como una sopa. Me apresuré todo lo que pude para guarecerme bajo la última de las pérgolas que jalonan el sendero, aun cuando estaba segura de que no iba a servirme de mucho.
Foto propia
Poco antes de llegar, me encontré con él: era el hombre que todas las tardes hacía el mismo camino que yo y que se paraba sobre las rocas como si estuviera clavado en ellas, como si fuese el espíritu del aire; miraba al mar abatido, triste, ausente. No importaba qué tiempo hiciera, acudía puntual a aquella cita misteriosa y atisbaba el horizonte como si esperase a alguien.
Aquel día diluviaba, pero él parecía no sentir el frío del aguacero ni el azote del viento... Tampoco abrió el paraguas que llevaba siempre, lloviera o no, y que nunca le había visto usar. Miraba al horizonte absorto, en una especie de éxtasis  como si, de un momento a otro, fuese a echar a volar sobre las olas.
Cuando llegué a su lado, estaba empapada. Tenía frío y pensé que iba a coger una otitis. Entonces tuve la idea de pedirle el paraguas puesto que él no lo usaba; al menos me protegería algo la cabeza. Me acerqué a él y lo saludé.
—Hola, buenas tardes.
Me miró como si no me viese, pero reaccionó y creí adivinar un gesto de cordial simpatía en sus ojos.
—¿Sería tan amable de prestarme el paraguas, por favor?
Parecía no entender mi petición y me miró largamente. Al fin, me lo tendió sin contestarme; abandonó su atalaya, dio la vuelta y se alejó camino de la cuidad cuidando de esquivar los barrizales que la lluvia había dejado entre la hierba. Yo me quedé con el paraguas en la mano más sorprendida que si me hubiese dicho que no.
Al verlo marcharse con paso decidido, probé a abrir el paraguas levantándolo por encima de mi cabeza. De repente, me envolvió una sombra: me cayó encima toda la flacidez de la tela que se había soltado de las varillas y vi cientos de agujeros por los que entraba la luz cenicienta de la tarde. Me liberé como pude de aquel desbarajuste de óxido y polillas y empecé a correr tras el hombre para devolverle aquella inutilidad, pero ya no pude alcanzarlo. Había desaparecido entre la lluvia como un encantamiento.
Ya en casa, intenté arreglarlo; lo enrosqué, procurando disimular tantos agujeros y tantos rotos como tenía, y me puse a meditar sobre el misterio del paraguas, siempre en la mano del hombre y siempre cerrado. Supuse que tendría sus razones. Qué sabía yo de su alma… Qué puedo  saber yo del alma de nadie… Tuve la impresión de que, aun sin haber hablado nunca con él, ya éramos amigos. O, al menos, que había entre nosotros un especial entendimiento.
Al día siguiente volví a dar mi paseo y llevé el paraguas a su dueño. Lo encontré en el sitio acostumbrado, en las mismas rocas que bajan como filos de espadas hasta el rompiente. Estaba inmóvil, de pie frente a la galerna que amainaba a aquella hora.  Parecía atrapado por una parálisis. Lo saludé con un susurro para no asustarlo y se volvió hacia mí. Por primera vez pude ver con claridad sus ojos pintados por todos los grises del anochecer. Me dirigió una mirada que parecía venir del mismo fin del tiempo pero advertí en su cara el albor de una sonrisa.
— Tenga —le dije devolviéndole el paraguas—, muchas gracias.
— De nada, pídamelo cuando quiera. Yo no lo uso nunca.
Desde entonces, llueva o no, yo también llevo un paraguas cuando paseo por la orilla del mar. No quiero que mi amigo piense que, si llueve, no le pido el suyo porque no me atrevo, o él me lo ofrezca y no sepa cómo decirle que no sirve para nada.
  

 SEMBRADOR

Del poemario "La tierra vertical"

Acércate, sembrador, sosiega tus urgencias,
es aún tan joven la mañana...
Siéntate  a mi lado y charlemos
bajo el cielo donde vuelan  los pájaros
hambrientos.

A ese puñado
de trigo
que te queda
dale un destino más alto:
deja que alimente  a las bestias pequeñas
o que tenga la misma utilidad que los luceros.

Mientras tanto
vigilemos cada surco
de este mar inesperado.

Siéntate, sembrador, he traído
algo de pan: tejamos juntos los ovillos de la aurora