lunes, 8 de febrero de 2016




PARA LA VÍSPERA DE 

CARNAVAL, UN CUENTO 

MALIGNO
                    


 LA TIRA CÓMICA

De buena gana le hubiera hecho tragar el asqueroso periódico, pero era mi jefe y aunque no sentía ningún respeto por él, no me atrevía a tanto. Por alguno de esos misterios de nuestra capacidad para las antipatías irracionales, le había tomado auténtica aversión. O tal vez es que, sencillamente, me sentí desplazada cuando llegó, pues dejé de ser la payasa de la oficina para convertirme en una especie de chivata malévola que hacía ver a los demás lo que veía yo.
Lo que nunca entendí fue que mis compañeros me siguieran el juego. Es verdad que era la más antigua y tenía sobre ellos alguna ascendencia, pero esa especie de lameculos que se frotaban contra todo lo que se pudieran untar aunque fuese mierda, y cuya simpleza y mezquindad era mayor que la mía, nunca la entendí.
Me sentía frustrada, enojada con el mundo entero, sobre todo a la llegada de Ramiro cuyo puesto ambicionaba yo. Mis compañeros cuchicheaban a mi espalda pero tenían para mí todo tipo de sonrisas cuya complicidad nunca llegué a creerme pero que me venía de perlas en aquella oficina sórdida y triste en la que era fácil morirse de tedio y tristeza.
Todas las mañanas, la misma cantinela; Ramiro asomaba el hocico detrás de la mampara y me preguntaba:
—Elena, ¿has leído el periódico?
—Sí, hace rato.
—¿Me lo traes, por favor?
Yo me levantaba y le acercaba el periódico. Permanecía a su lado unos segundos y miraba por encima de su hombro sólo para asegurarme de cuál era la página que buscaba.
Siempre lo mismo, día tras día. A Ramiro sólo le interesaba la tira cómica y la página de sucesos. La tira cómica nunca la entendía y se las arreglaba para que yo le explicase de qué iba la cuestión. Yo, a veces, y por pura maldad,  le explicaba todo al revés. Entonces el hombre se perdía en un embrollo de confusiones mientras yo disimulaba una sonrisa torticera.
Los compañeros ahogaban la risa tras la mano o hacían que pareciera inocente. Ramiro nunca se dio por enterado de las pullas y las míseras indirectas que, sin caridad ninguna, le hacíamos continuamente. Él, con toda candidez, una vez que ojeaba la tira cómica, iba a mi ventanilla y, entre cliente y cliente, me preguntaba.
—¿La has leído? Es buenísima, ¿verdad?
—Muy buena.
—¿Y tú crees que este personaje está acertado en lo que dice?
—Para nada, pero en eso consiste la broma, Ramiro.
Y si yo no decía nada más, se iba. Eso era lo mejor que podía pasarle. Lo más frecuente era que yo le hiciese preguntas al respecto en las que se embarullaba sin remedio hasta que se iba mucho más confundido de lo había llegado.
Mis seis horas diarias ante la ventanilla, meneando de acá para allá la maldita bandeja y  escuchando chorradas e impertinencias a los clientes, con la mejor cara posible,  contribuyeron no poco a que odiase aquel aire de ingenua bondad de mi jefe y sobre todo su innata simpatía.
Su sueldo no era mucho mejor que el mío, pero tenía un despacho ridículo detrás de una mampara de metacrilato, veinte años menos y el sambenito de bobalicón, que yo contribuí a alimentar con generoso empeño, hasta que Ramiro ascendió y se fue a Madrid, a la Central, con doble sueldo y la mitad de horas de trabajo.
Yo, a pesar de mi despierta inteligencia, de mi indiscutible sentido el humor, sigo calentando el mismo asiento frente a la misma ventanilla de esta sucursal sórdida olvidada en una mísera ciudad de provincias.
Ahora tengo otro jefe, correcto, educado y tieso como si lo hubiesen almidonado, tan áspero como un cardo, al que no consigo encontrar el punto flaco, así que mantenemos una relación laboral aséptica y aburrida. Aburrida para mí, claro, por lo que ayer me sorprendió muchísimo que me llamase por mi nombre y me preguntase:
—Elena, ¿ha visto el periódico?
—Sí.
—Tráigamelo, por favor.
Mi emoción era indescriptible cuando le contesté:
—De acuerdo, pero hoy no trae tira cómica.
—¿Perdón?
—Digo, señor director, que hoy no trae tira cómica.
Primero se quedó mirándome con cara de pasmo como si se sintiera desorientado. Luego reaccionó y, mientras me fulminaba me contestó  con una especie de silbido:
—¿Pero de qué tira me habla? ¿Es usted estúpida? Tráigamelo inmediatamente. Quiero leer el estado de la Bolsa.

Aurora García Rivas.



jueves, 4 de febrero de 2016

CUENTO PARA EL FIN DE SEMANA

El oro de los ojos del sapo


Mi casa daba, pared con pared, a la tapia del parque del manicomio. Me había costado mucho acostumbrarme a los terroríficos alaridos de los internos, que oía incluso con las ventanas cerradas, y más aun a los inquietantes silencios que los seguían.
Las tardes de verano, en las que abrían el parque al público, solía sentarme a la sombra de un viejo magnolio y observaba a los enfermos. Algunos  paseaban con una actitud beatífica y concentrada; otros trabajaban en los parterres o recogían hojarasca bajo los castaños de indias, con aire ausente… Un hombre  y una mujer deambulaban cogidos de la mano. Él, grande, de aspecto esquizoide, parecía escuchar una orquesta de fantasmas a través de unos auriculares envueltos en trapos; ella, delgadísima, tiraba de una correa con la que arrastraba un collar de perro.
De todos ellos, quien más me impresionó fue un hombre, hermoso como un dios griego, que podaba la rosaleda con unas tijeras imaginarias, mientras cantaba poemas de Neruda con una bella voz de barítono. De vez en cuando, se quedaba inmóvil, con los brazos cruzados sobre la cabeza, más tiempo del que parece posible que un ser humano pueda resistir, y miraba fijamente, en silencio, la pequeña fuente que había en el cruce de los caminos en cuyo centro un sapo de mármol dejaba caer su  barriga sobre el agua. Luego volvía a podar la rosaleda y a cantar.
Cuando sonaba la campana, todos los internos volvían a los pabellones, pero el hombre de las rosas podaba hasta que un enfermero salía a buscarlo.
—Vamos, Marcelino.
Entonces Marcelino iba tras él con la docilidad de una criatura que sabía cumplida su misión.
Seguí esta costumbre durante algunos veranos. Me sentaba bajo los magnolios y aspiraba su aroma suntuoso. Tengo que reconocer que lo que menos me importaban eran las magnolias, o el jardín, o la sombra. Volvía  allí porque Marcelino me fascinaba.
Un día decidí saludarlo, pero él me ignoró. Sólo existían para él las rosas, sus tijeras y los poemas de Neruda. Yo seguí insistiendo:
—Hola, Marcelino.
Nunca me contestó. Supongo que me veía como un elemento más del parque. Yo, de todas formas, lo saludaba. Él parecía no oírme. Cantaba y podaba, miraba la fuente y volvía a cantar y a podar hasta que llegaba el enfermero.
Una tarde, no me senté bajo las magnolias. Desde mi nuevo observatorio le vi volver la cabeza y mirar fijamente al árbol, quieto más de una hora, con las tijeras de sus brazos cerradas. Tampoco cantó  “Los Versos del Capitán”. Se quedó inmóvil hasta que llegó el enfermero. Entonces cortó una rosa blanca y fue a depositarla  bajo mi magnolio. Al marcharme la recogí y aún guardo la ceniza de sus pétalos entre las páginas de un libro de poemas de  Pablo Neruda.
Al día siguiente, volví a sentarme bajo la sombra del árbol y Marcelino me miró; vi en sus ojos un agradecimiento infinito y comenzó a cantar mientras podaba. Un momento después miraba la fuente y sonreía.
Nuestra relación duró más de diez años. Aprendí a no ver en el parque más que a Marcelino, a sus rosas y a la fuente del sapo. Tanto fue así, que dejé de oír los gritos de los internos y los tensos silencios que los seguían.
Marcelino sólo se dirigió a mí en una ocasión: después de cumplir con su tarea de podar, se fue a la fuente, metió los dedos en los ojos del sapo y me trajo, en el cuenco de la mano, un imaginario tesoro.
—Toma, es el oro de los ojos del sapo.
Me quedé con su mirada para siempre en la mía y recogí la ofrenda con tanta emoción como si me hubiera traído la luz de mil estrellas.
Nunca más me habló. No era necesario. Tampoco me miraba, pero él sabía que yo estaba allí. La costumbre de ir al parque fue convirtiéndose en una obligación de la que ya no pude sustraerme.
Este verano he vuelto. Esperé horas bajo el árbol, pero Marcelino no apareció. Volví al día siguiente, y al otro, y al otro... No lo vi nunca más.
Seguí yendo al parque todos los días, hasta que una tarde decidí que aquello era absurdo. Tampoco quise saber qué había sido de él, de mi amigo; me levanté con la intención de no volver.
 Al pasar junto a la fuente, vi que los ojos del sapo se habían encendido como dos luceros. Seguí el rastro de la luz y descubrí que,  a través de las hojas del magnolio, hiriendo antes una flor magnífica, un rayo de sol le ponía oro en las pupilas. Me acerqué, le metí los dedos bajo los párpados, recogí aquella fortuna inesperada en el cuenco de mi mano y la llevé a casa.
Desde entonces vuelvo al parque cada día, recojo el oro de la tarde y, cuando llego a casa, lo guardo en una caja pequeña. Dentro de poco tendré suficiente para hacer unas tijeras y podré podar los rosales —cuyo abandono tanto me aflige— para devolver su esplendor a las tardes del verano.
FIN