miércoles, 20 de febrero de 2013


Otro de mis cuentos rurales. Y no fue tan cuento...


.google.es (gallinas rojas)

                

                 LA GALLINA DE LA ABUELA BERTA

El hecho de que a la abuela Berta le hubiera desaparecido misteriosamente la mejor de sus gallinas, nos sumió a todos en una triste congoja. Durante algunos días hicimos batidas familiares en las que no quedó seto, ni cabaña, ni escondrijo que no inspeccionáramos mil veces; ni zarzal, ni maleza que no sacudiéramos con palos, mientras ella la llamaba con voz doliente:
_¡Paca! ¡Paca! ¡Pacuca! ¡Paca!
Paca era una gallina roja, grande, más inteligente que la mayoría, de inmejorable pedigrí y muy indisciplinada. Descendía directamente de aquellas que antaño habían permitido a la abuela  ahorrar avaramente, durante un lustro, parte del dinero obtenido de la venta de sus huevos, para comprarse el único vestido algo bueno que tuvo en toda su vida. Era éste de sarga negra, y lo estrenó el día de su casamiento. Aquel vestido fue traje de novia, de fiestas, de funerales, de todos los acontecimientos que cruzaron su vida. Lo había cortado y cosido ella misma, bien cerrado de cuello y puños, y lo suficientemente holgado para que sirviera para todo, incluso para las preñeces. Lo cuidaba como un tesoro porque, además, tendría que servirle de mortaja. Y así fue; con él la enterramos poco después de cumplir noventa y siete años.
La abuela no podía creer que la cadena generacional de sus excelentes gallinas se rompiera para siempre, porque Paca nos regalaba uno o dos huevos diarios y una hermosa nidada de quince o veinte pollitos todos los veranos. Era tan especial que fue la única que tuvo nombre propio, y tan independiente que corría al gallo a picotazos por el chiquero, disputándole la percha más alta para dormir.
No era la primera vez que la abuela Berta la perdía de vista. Con frecuencia se escapaba e iba a hacer su puesta en los lugares más insólitos, así que nos veíamos obligados a rastrear el cobertizo, el establo o el henil, y a veces encontrábamos nidos con diez huevos o más.
La abuela le tenía ley, la mimaba, le llevaba como golosina caracoles del huerto, y le metía un dedo por el culo para saber si pondría un huevo al día siguiente. Paca también la adoraba  a ella y la seguía cacareando escandalosamente por todas partes.
La abuela Berta gimoteó toda la semana por los caminos esperando encontrar, al menos, alguna señal de que se la hubiera comido el raposo; pero la gallina había desaparecido como si hubiera ascendido al cielo, sin dejar huella.
El dramático desequilibrio que supuso en nuestra precaria economía doméstica la desaparición de Paca, la percibimos incluso mi hermano y yo, aunque éramos muy pequeños, porque nos quedamos sin nuestro huevo para merendar. La abuela Berta tenía la costumbre de apartarlo para nosotros, de los destinados a la venta, con el afán muy de alimentarnos un poco mejor. Lo freía con cuidado, ceremoniosamente; lo colocaba en un plato entre los dos y nos daba cinco o seis trocitos de pan a cada uno para que los mojásemos en la yema por turno. 
google
Luego ella misma cortaba la clara, ponía cada mitad sobre otro trozo de pan y nos la comíamos inmersos en un devoto silencio. Después de la desaparición de Paca, permanecíamos mudos y circunspectos mientras merendábamos pan solo.
Durante algunos días, cuando ya todos dimos la gallina por perdida, la abuela siguió saliendo por los alrededores del lugar, preguntaba por ella a los vecinos y la llamaba con voz llorosa. Le costó mucho asumir que no volvería a verla.
Una madrugada, justo tres semanas después, creyó oír, en el duermevela del amanecer, a su gallina como si emergiese del fondo de sus sueños. Ya despierta del todo, hubiera jurado que era Paca quien cloqueaba en el corral. Se levantó impulsada por un presentimiento que le aceleró súbitamente el pulso y abrió la ventana de un manotazo. Su corazón se puso a cantar la alborada más hermosa de su vida cuando vio a Paca escarbar afanosamente en el estiércol buscando gusanos, mientras vigilaba, sin perderlos de vista ni un segundo, quince preciosos pollitos recién nacidos.

google(pollitos)

    

jueves, 14 de febrero de 2013

Me ausento una semana, más o menos... Sed felices, y como decía Rilke: "Dejad que todo os suceda, la belleza y el espanto" Parece horrible, ¿verdad? Pues pienso que no lo es. Es la otra cara de la vida, tan necesaria aunque nos duela.
Muchas gracias a todos y hasta pronto. Aurora

sábado, 9 de febrero de 2013

                                 
www.google.es/Vilanos de dientes de león


 QUÉ DULCE ES LA NOCHE

Si supieras qué dulce es la noche
y cómo sus luciérnagas
se posan en mis ojos,
con qué cuidado cierran
en ellos su penumbra: farolillos
tenues como vilanos entre yerba,
como aquella candela que unas manos
que olían a jabón y a dulce de manzana,
prendían en las sombras
para que hubiera algo más que un sapo
silbando en las noches de mi infancia.

De “La flauta del sapo”

jueves, 7 de febrero de 2013



Itmage, Google


                                   MOMENTOS
Tengo momentos para todo, igual que tú,
supongo.
Tiempo para nostalgias y para arrastrar la maleta
donde guardo mis pertenencias: un reloj
viejo
dos pesos de plata pura
la luz estridente
                      filtrada
                                de la calle
en aquella noche dulcísima,
un libro con una firma ilegible.

Eso es todo.
El resto de mi vida lo he dejado en la consigna.

De “La tierra vertical”

lunes, 4 de febrero de 2013


Si os apetece acompañarnos, estáis invitados.



AMIGOS BLOGUEROS, ME DISCULPARÉIS QUE NO OS ATIENDA COMO MERECÉIS. ESTOY DE MUDANZA (otra vez) Y.... BUFFFF

domingo, 3 de febrero de 2013

Hace algún tiempo publiqué este cuento en este mismo blog. Como ahora tengo muchos más lectores, me gustaría compartirlo también con ellos. Por cierto, ayer en Coaña, un maravilloso encuentro con los homenajeados, con compañeras de letras y con el pueblo de Coaña, siempre tan acogedor.

Las Catedrales, Ribadeo fotocomunity

EL PARAGUAS

Hace unos días, cuando regresaba de dar mi paseo por el camino que sigue los acantilados, se puso a llover a cántaros. En un momento me puse como una sopa. Me apresuré todo lo que pude para guarecerme bajo la última de las pérgolas que jalonan el sendero, aun cuando estaba segura de que no iba a servirme de mucho.
Poco antes de llegar, me encontré con él: era el hombre que todas las tardes hacía el mismo camino que yo y que se paraba sobre las rocas como si estuviera clavado en ellas, como si fuese el espíritu del aire; miraba al mar abatido, triste, ausente. No importaba qué tiempo hiciera, acudía puntual a aquella cita misteriosa y atisbaba el horizonte como si esperase a alguien.
Aquel día diluviaba, pero él parecía no sentir el frío del aguacero ni el azote del viento... Tampoco abrió el paraguas que llevaba siempre, lloviese o no, y que nunca le había visto usar. Miraba al horizonte absorto, en una especie de éxtasis  como si, de un momento a otro, fuese a echar a volar sobre las olas.
Cuando llegué a su lado, estaba empapada. Tenía frío y pensé que iba a coger una otitis. Entonces tuve la idea de pedirle el paraguas puesto que él no lo usaba; al menos me protegería algo la cabeza. Me acerqué a él y lo saludé.
—Hola, buenas tardes.
Me miró como si no me viese, pero reaccionó y creí adivinar un gesto de cordial simpatía en sus ojos.
—¿Sería tan amable de prestarme el paraguas, por favor?
Parecía no asimilar mi petición y me miró largamente. Al fin, me lo tendió sin contestarme; abandonó su atalaya, dio la vuelta y se alejó camino de la cuidad cuidando de esquivar los barrizales que la lluvia había dejado entre la hierba. Yo me quedé con el paraguas en la mano más sorprendida que si me hubiese dicho que no.
Al verlo marcharse con paso decidido, probé a abrir el paraguas levantándolo por encima de mi cabeza. De repente, me envolvió una sombra: me cayó encima toda la flacidez de la tela que se había soltado de las varillas y vi cientos de agujeros por los que entraba la luz cenicienta de la tarde. Me liberé como pude de aquel desbarajuste de óxido y polillas y empecé a correr tras el hombre para devolverle aquella inutilidad, pero ya no pude alcanzarlo. Había desaparecido entre la lluvia como un encantamiento.
Ya en casa, intenté arreglarlo; lo enrosqué, procurando disimular tantos agujeros y tantos rotos como tenía, y me puse a meditar sobre el misterio del paraguas, siempre en la mano del hombre y siempre cerrado. Supuse que tendría sus razones. Qué sabía yo de su alma… Qué puedo yo saber del alma de nadie… Tuve la impresión de que, aun sin haber hablado nunca con él, ya éramos amigos. O, al menos, que había entre nosotros un especial entendimiento.
Al día siguiente volví a dar mi paseo y llevé el paraguas a su dueño. Lo encontré en el sitio acostumbrado, en las mismas rocas que bajan como filos de espadas hasta el rompiente. Estaba inmóvil, de pie frente a la galerna que amainaba a aquella hora.  Parecía atrapado por una parálisis. Lo saludé con un susurro para no asustarlo y se volvió hacia mí. Por primera vez pude ver con claridad sus ojos teñidos con todos los grises del anochecer. Me dirigió una mirada que parecían venir del mismo fin del tiempo pero advertí en su cara el albor de una sonrisa.
— Tenga —le dije devolviéndole el paraguas—, muchas gracias.
— De nada, pídamelo cuando quiera. Yo no lo uso nunca.
Desde entonces, llueva o no, yo también llevo un paraguas cuando paseo por la orilla del mar. Si llueve no quiero que mi amigo piense que no le pido el suyo porque no me atrevo, o él me lo ofrezca y no sepa cómo decirle que no sirve para nada.
     Aurora G. Rivas