viernes, 30 de noviembre de 2012

           
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                                        M A D R U G A D A
                     
                                         Llueve. Son las dos.
                               Me acerco a la ventana,
                               sin luz, aterida, rebujo de sombras
                               y silencio.
                               Sobre la plaza
                               vela la noche mármoles y bronce.

                               Hace tanto frío...

                               Tras los cristales
                                se empaña el único gozo
                                que podría traerme la madrugada:
                                las cinco en el reloj.

                                Avivo la lumbre
                                mientras cuelgas en la percha
                                tu abrigo
                                y tus secretos.

                               Apenas nos miramos;
                               nos aturdimos
                               con palabras corteses, evasivas,
                               ante los posos amargos
                               de dos tazas de café.

                                  Aurora.






lunes, 26 de noviembre de 2012


Virutas

Llamó una noche a nuestra puerta, aterido y hambriento. Tiritaba. Mi padre le mandó pasar a la cocina donde yo le preparé una taza de vino caliente con azúcar mientras intentaba calentarse en la estufa. Poco a poco, recobró el color. Un caminante, dijo, al que la nieve ha sorprendido. Lo miré sin reservas: era un hombre muy guapo, con unos inmensos ojos azules bajo el flequillo revuelto.
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Cuando se hubo restablecido, me devolvió la mirada con más franqueza que curiosidad, pero en un segundo cambió la expresión de su rostro y tuve la sensación de que sus ojos me atravesaban como un relámpago. En un instante se le encendieron las pupilas mientras me daba un repaso de arriba abajo. Yo había oído hablar del flechazo y me parecía una tontería —otro de los inventos con que la gente entretiene sus dimes y diretes—, pero supe que la tontería acababa de arrebatarme al séptimo cielo y que prometía cielos más altos.
Se quedó en casa porque mi padre necesitaba un ayudante para su máquina de hacer madreñas y para las faenas del campo y de la huerta y él necesitaba un trabajo y un techo. En poco tiempo se convirtió en un experto con cualquier herramienta, imprescindible, callado, duro y voluntarioso para cualquier faena. Nunca estaba enfermo, no se quejaba, comía poco… A mi padre lo tenía completamente hechizado y empezó a delegar en él responsabilidades que nunca se había atrevido a delegar en nadie. Se levantaba mucho antes que el sol y se acostaba agotado mucho después que los demás. Aun así, se metía en mi cama silencioso como un gato. Al amanecer se levantaba y se iba con el mismo sigilo.
Se llamaba Pepe pero acabé llamándole Virutas porque Pepe también se llamaban mi padre, mi hermano y mi sobrino y, como en mi familia no había imaginación ninguna para buscar nombres a los recién nacidos, los Pepes ya me parecían demasiados. Virutas me pareció original y además muy apropiado porque, entre otras maravillas, llevaba a mi cama el pelo enredado con los pequeños recortes de la madera de abedul, con la que hacía las madreñas, que dejaba caer la máquina. Olía deliciosamente y no sé si aquel perfume resultaba afrodisíaco, aunque yo no necesitaba ningún aliciente extra, porque sentía que toda mi carne y mi alma se derretían con sus abrazos. Y eso ocurría una noche sí y otra también.
Virutas era pobre como las arañas, pero a mí el dinero nunca me había dado alegría ni incendiaba mis sueños. Durante el día casi no me hablaba o simplemente me decía, señora por aquí o señora por allá, pero al amanecer me dejaba las piel ardiendo y un cosquilleo por el ombligo que me duraba hasta la noche siguiente. Mi cara se llenó de luz y mi voz se moduló con una música desconocida. Mi padre estaba también muy contento conmigo, has madurado, decía. Y es que me había transformado en una hija atenta y laboriosa, algo que no parecía posible hacía tan sólo algunos meses. Me sentía feliz, nunca pensaba en las consecuencias de lo que estábamos haciendo.
Atilano, el hijo de don Venancio —el vecino llegado de América hacía mucho tiempo, asquerosamente rico, que había comprado la mitad del pueblo—, venía a cortejarme desde el día en que cumplí dieciséis años, con la aprobación de ambos padres, pues estaba yo destinada a matrimoniar con él para juntar  las dos haciendas. Se sentaba en el escaño, bajaba la mesa y se ponía a comer castañas con la misma delicadeza que un cerdo cuando hoza en una ciénaga en busca de ratas. No me prestaba ni un mínimo de atención, algo lógico porque no parecían ser las mujeres las destinatarias de sus desvelos. 
Yo me oponía a su decisión de mi padre, pero él, no sé si con buen o mal juicio, decía que eso era lo de menos. Lo importante era, según él, abrir nuevas espectativas a nuestra industria de madreñas, comprar otra máquina, y mejorar la incipiente cría del pitu de caleya*
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que estaba teniendo un éxito inesperado, pero a la que hacía falta una inversión importante y mi padre era muy agarrado para revertir, incluso en propio beneficio, los cuartos que tenía en el banco, seguramente criando pelusa. A don Venancio, por lo visto, le sobraban cuartos y no sabía qué hacer con aquel hijo, dechado de todos los pecados capitales menos la ira, pues nunca se enfadaba y su gesto era siempre el mismo, lloviera, nevara o cayeran chuzos de punta. Pusilánime hasta la desesperación, comía a todas horas como única forma de ocupar su tiempo, que era todo el tiempo entre la amanecida y la anochecida. En realidad, parecía otro de los cerdos del corral engordados para la matanza.
Un buen intercambio, hija, ése era siempre el discurso de mi padre y a mí, que me habían educado para eso entre él y la tía Socorro, no me quedaba otra que decir que sí a todo, y si no decía nada, mejor. Pero yo estaba tan feliz, tan arrebatada, que me daba lo mismo que el tal Atilano viniese a cortejarme a casa con tan claras intenciones, tan pocas luces en la sesera y con todo ya hecho y decidido por la voluntad de nuestros padres. Yo era feliz, felicísima. Virutas era un portento, un mozo guapo, fibroso y tierno como un ternerillo. Me llenaba de atenciones; todas, como es de suponer, a oscuras y en secreto.
Y pasó. Era lo natural. Mi tía Socorro que era contrahecha y bizca pero nada tonta, me medía la cintura con el ojo bueno y no dejaba de lanzarme indirectas, pero hija, no me digas que Atilano… habrá que matrimoniar enseguida. 
Mi padre, nunca sabré cómo, se enteró de las escapadas de Virutas a mi lecho —el lecho que ya era nuestro lecho— y lo echó de casa. Virutas se marchó con más frío y más tristeza de  la que había traído. Pero no miró atrás. Yo adiviné dolorosas lágrimas en sus ojos, tanto como en los míos, y tal vez las únicas lágrimas que había soltado en toda su vida.
La misma tarde, mi padre llegó a la cocina y, mientras Atilano engullía castañas sin tino, mirándolo con cara de asco, le espetó:
—Mañana os casáis. Ya está todo arreglado.
Atilano ni levantó los ojos, ardua tarea para semejante lerdo. Siguió comiendo castañas y contestó como si le acabasen de decir que llovía:
—Está bien.
Yo no dije ni pío. Me dispuse a sacrificar mis sueños y mis noches de dulzuras en favor de lo que parecía que era mi deber y sintiendo que debía purgar de esa forma pecados inconfesables. Y así fue como nos casamos Atilano y yo y así fue como me fui a su casa, que la encontré llena de mondongos viejos, porquería a montones y miseria. 
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Tuve que empezar por echar a las gallinas al corral y limitar la libertad de los cerdos a la cochiquera; además me vi obligada rascar las vigas, de las que colgaban trenzados de hollines y telarañas, si no quería que aquella mugre me cayese en la cabeza. No acababa de entender dónde estaban los dineros de mi suegro para vivir de forma tan mísera. Supongo que en el mismo sitio que los de mi padre, produciendo réditos que se comían Hacienda, además de las pelusas.
Tuve que arremangarme, con la barriga ya como un bombo, para poner algo de orden entre tanto desatino. Exigí mejoras en la casa, al menos las elementales, es decir, agua y electricidad, un retrete y una cocina decente, una tinaja grande para bañarme yo, que sospecho que era la única que lo hacía, una cama en la que se pudiese dormir —sola, por supuesto—, y un cuarto sin goteras para el futuro vástago. Se me concedió todo en atención a lo que pronto iba a parir y a que marido y suegro creyeron que el hijo era hijo de quién no era. Lo peor es que Atilano también creía que era suyo y no entiendo por qué ya que, si por él fuese, yo seguiría siendo virgen. Sólo mi padre, mi tía Socorro y yo, sabíamos la verdad, amén de Virutas, claro. Pero como de éste no habíamos vuelto a saber nada, no suponía ningún peligro.
Nació el niño, un Virutas pequeñito con los ojos como soles, azules como los del Virutas grande, y una mata de pelo crespo que fue cayendo y convirtiéndose en rizos dorados como los de su padre. Por aquello de que nunca un secreto bien guardado lo es, al final, todo el mundo supo (aunque disimulaban en nuestra presencia) quién era el padre de mi pequeño Virutas. Lo callaban, pero las sonrisas y los gestos eran suficientes y yo me hacía la sueca conteniendo una rabia que, si la dejase escapar, sería peor que el veneno de una víbora. A mi padre le convenía hacerse el tonto, sólo Atilano y el suyo parecían en Babia. Acogieron al niño con mil arrumacos, como era de esperar de un padre y un abuelo.
—Mira qué bien lo has hecho, hijo. Qué niño tan guapo. Para que luego digan que eres marica.
Llegó el día del bautizo y fuimos a la iglesia engalanados para la ocasión, con mi niño arropado con la mantilla de cristianar más bonita y más cara que encontré —haciendo honor a los cuartos de mi suegro—, azul como sus ojos y blanda y amorosa como un regazo. Hubo las felicitaciones de rigor, los regalos de rigor, las alabanzas de rigor, y mi consiguiente cabreo por tanta hipocresía… que se críe bien, que Dios lo proteja, es un niño precioso, es igualito que su padre. Pues sí, igualito que su padre sí que era. Mi pequeño Virutas babeaba en mis brazos igual que babeaba su padre en mi cama, pero en otro sentido.
http://www.cadiresicistelleria.es/
Cuando íbamos a salir de la iglesia, con el niño ya bautizado, vi entrar por la puerta del claustro a Virutas llevando un gran cesto con tapas. Me quedé helada. Miré a mi padre pero éste no me miró. Supongo que no podía. Vi cómo apretaba las nalgas y le salía al paso intentando mantener el tipo.
—Hola, me alegro de verte, hombre. Supongo que traes un regalo para el niño.
—Traigo, sí señor.
—Muy bien, hombre, muy bien. Es de bien nacidos ser agradecido.
—Lo es, sí señor.
Huelga decir que a mí, aquella conversación tan formal, me olía a cuerno quemado y me puse a temblar cuando Virutas dejó su cesto a mis pies y, digno como un príncipe, se largó pisando fuerte y firme sobre las baldosas.
—Que tengan ustedes un feliz día.
Mi padre estaba demudado, no lo había visto nunca con semejante expresión y sé que pasó uno de los mayores apuros de su vida. Optó por lo lógico.
—Anda, hija. Abre el cesto a ver qué le trajo al niño mi antiguo criado.
—Deje, padre, deje. No es momento. Ya lo abro en casa.
—Mujer, estos buenos vecinos querrán saber cuál es el regalo.
—Ya, pero que vengan maña a verlo a casa.
—No les harás ese feo.
—Mejor en casa. Mejor mañana.
—Anda, hija. No les hagas un feo a nuestros vecinos.
—No, señor, no se lo haré. Abriré el cesto…
Y me dispuse a abrir el cesto encomendándome a toda la corte celestial y dispuesta a pasar la mayor vergüenza de mi vida. Es verdad que conocía a Virutas nada más que a oscuras y un poco si acaso a la luz, poco. Pero… mi Virutas no era un hombre cobarde y estaba segura de que con aquel regalo pretendía decirme algo.
Apreté al niño contra mi pecho, me agaché despacito con el corazón saliéndoseme por la boca y levanté con tiento una de las tapas. Por encima de mi cabeza, la vecindad asomaba las suyas con el mayor de los silencios y la más mezquina de las ruindades, la risita contenida y tapándose la boca, esperando no sabía qué. Aún escucho su jolgorio, carcajadas que resonaban en la iglesia como risas diabólicas, su bellaquería y su mala leche. Alguno se agarraba a la barriga sin poder contenerse y pataleaba para aliviar las risotadas que le hacían tambalearse mientras miraba el contenido del cesto.
El cesto estaba lleno de virutas.
Sentí que me quedaba sin sangre en las venas, pero fue sólo un segundo: tuve un momento de lucidez y el futuro se me presentó tan claro como un cielo sin nubes. Dejé el cesto en el suelo, arrebujé a mi niño, lo apreté contra mí y salí corriendo de la iglesia porque sabía que Virutas estaba fuera, esperándonos. Me miró con una sonrisa llena de felicidad. Cogió a su hijo en un abrazo de increíble calidez, me miró largamente y pasó por mis hombros el otro brazo. Dimos la espalda a los parroquianos que habían salido detrás de mí como una bandada de cuervos que han avistado carroña y, carretera adelante, sin mirar atrás, nos marchamos con lo que era nuestro, juntos para siempre, en busca de todo lo que nos faltaba por conquistar.

*Pitu de caleya: pollos criados sueltos por las caleyas (caminos)

www.ecologiaverde.com

sábado, 24 de noviembre de 2012


                                      EL MAR, LA MAR

peñas
http://tusfotos.elcorreo.com/vizcaya/foto



EL MAR

Nunca he visto el mar,
se me figura como un campo de amapolas azules
con remos silentes y blancos.

Nunca lo he visto; posiblemente, no lo veré
nunca.

Oigo cómo se rompen tus remos.

...Era el viento sobre el trigo,
nunca veré el mar.


Fotos de caballitos de mar
http://imagenesfotos.com/fotos-de-caballitos-de-mar/


CABALLITOS DE MAR

Desde tan lejos no logro ver
los caballitos de mar.

No son los campos
mares infinitos
donde crecen
los caballitos.

No puedo ver los caballitos, amor,
no rompas los remos.



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NUNCA MÁIS

Hay más silencio en las olas
que en las alas de las gaviotas.

Ya no quiero ver el mar ni sus ataúdes.

De "La tierra vertical"

Anochecer en La  Antigua, mi aldea



                           MEMORIA

Algunas madrugadas parece que la vida
late un instante sobre la tersura de un espejo
y el mar es un sueño sin nombre.
Dentro de mis ojos siento el atroz
silencio de la muerte
y quienes precedieron mi memoria
me miran desde su honda soledad, pero ellos
no lo saben. Son como luciérnagas 
en mi mente.

Pero vuelve la luz a mi ventana
y me rescatan los recuerdos
de los amarillos y fugaces días del maíz.


De "La tierra vertical"

viernes, 16 de noviembre de 2012

Me acaban de conceder este premio en mi tierra, en San Tirso de Abres, junto a mi amiga y también escritora Belén Rico Prieto. Un honor y un recuerdo entrañable recibir este galardón. Gracias a todos los que, de una u otra forma, lo han hecho posible. Aurora.

http://acsantirsodeleo.blogspot.com.es/


                   

                           EL OLVIDO

Hace cinco años que se ahogó en esta playa. Desde entonces, vengo cada tarde, me siento en la misma roca, miro al mar y lloro. Hace cinco años, regresaba a casa sin poder contener mis lágrimas. Era inútil ofrecerme nada para merendar. Nunca volvería a sentir hambre.
http://www.google.es/imgres?imgurl=http:/
Me proponía no ir a la playa, pero la tarde siguiente, inevitablemente, volvía. Me sentaba en el misma roca y lloraba contraída de dolor. Regresaba a casa sin alivio, pensando sólo en volver al día siguiente y sentarme en el mismo lugar, llorar sin tregua, recordar sin consuelo.
Hace tres años, me sentaba, contemplaba el mar, sentía lástima de mí, lloraba con cierta melancolía placentera, secaba mis lágrimas y, al llegar a casa, tomaba un café bien cargado que me reanimaba.
Hace dos años, iba en busca de mis lágrimas. Conseguía provocarlas pensando en mi tristeza. De todas formas, podía llorar a gusto, en casa me esperaba un café bien cargado. Era delicioso sentir cómo me recuperaba.
Hace un año que conseguí que las lágrimas acudan solas, puntuales. Lloro y me gusta. Digo que me consuela, pero la verdad es que lloro por puro placer. Además, en casa, me prepararé un café bien cargado con algo más. Me gusta este ritual de sentarme delante de la taza humeante, aliviada ya de mi carga de lágrimas; me gusta saborear un pastel, lentamente, con voluptuoso deleite mientras escucho el sonido metálico de la cucharilla removiendo el café.
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 Hace algunos meses que dejo mis lágrimas resbalar hasta la arena. Forman unos hoyos oscuros y pequeños. Me agrada este llanto fácil que me hace cosquillas en la garganta. Al marcharme, cuando doblo el primer recodo del camino, sólo pienso en que, cuando llegue a casa, me tomaré un café bien cargado con un riquísimo pastel de almendras.

Aurora G. Rivas

miércoles, 14 de noviembre de 2012



          
                                SI VUELVO

          Si vuelvo en noviembre no olvides
          ordenar la geometría de los mapas
          (siempre de Sur a Norte), ni encender
          los neones
          en las fronteras del ocaso.

          Descuelga los Puntos Cardinales,
          nunca me gustó
          su procaz exhibición sobre el otoño.
          Trae leña, semillas de calabaza
          y el sombrero aquél
          donde guardábamos rosas y reproches.

          Y otra cosa,
          no cambies de sitio las alfombras
          ni los libros. Es posible
          que nada merezca la pena. Miraremos, si acaso,
          cómo el aire se hace humo,
          cómo crepita sobre las llamas la fragilidad 
          de las libélulas.

          No cambies nada. Tú y yo
          somos los de siempre, tal vez sólo
          el tiempo es otro.

                   
                

                                          VUELVO
                                Vuelvo
                                y pretendes regalarme
                                todo el mar
                                dentro
                                de un collar de caracolas.
                              

                    

lunes, 12 de noviembre de 2012

                         

                              

                                            

                                  NIEBLA

                                 No hay más horizonte que ese arco
                                  de bruma sobre el perfil de la sierra,
                                  ni hay cielo más triste
                                  que el de mis hortensias marchitas:
                                  pétalo  a pétalo, cobre y cristal,
                                  se visten de invierno.
                                   
                                 Ya hay lechuzas, amor, en las atalayas
                                  de la noche
                                  cerrando en secreto
                                  su contraluz al otoño. Escucha la lluvia
                                  con su son de almirez y si alguien
                                  te acusa
                                  de apretar los cerrojos del viento
                                  arrójale mijo y estrellas.

                                 Son nuestros, amor, los silencios añiles
                                 y las espadañas afilando la tarde
                                 gris de diciembre.

                                                        De "La tierra vertical" pág. 58

viernes, 9 de noviembre de 2012


                           HERENCIA FAMILIAR


Sonó el timbre y me levanté a abrir. Me quedé anonadada. Era ella, mi bisabuela Clarita. Estaba en la puerta, frente a mí. Pero era mi misma cara, era yo misma al otro lado del dintel, aunque ella sonreía mientras yo temblaba. Su mirada era líquida y distante. Sus manos marfileñas, casi transparentes, sostenían el bolso que mi abuela llevaba en la foto de su casamiento y en el que alguien había hecho poner, en letras de plata, su nombre: Clara.
Mi bisabuela abrió el bolso y sacó un libro. Me lo tendió y yo lo recogí, porque era lo único que podía hacer, esperando que algo etéreo traspasase mis dedos, pero el libro cargó todo su peso sobre mis manos y sentí la humedad mohosa de las cosas viejas olvidadas en las alacenas. Ella, sin decir nada, volvió a entrar en el ascensor y se marchó. La bombilla dejaba caer su luz amarillenta sobre el rellano y un silencio de camposanto invadió la casa. Cerré la puerta y tuve que apoyarme en ella mientras buscaba el interruptor de la luz. Sentía escalofríos y, al mirarme casualmente en la cornucopia del vestíbulo, vi su cara.
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Intenté serenarme y volver a la realidad. Miré el libro. Era mi libro, el que tanto había añorado, el que la maestra me regaló cuando aún no sabía leer. Era “Corazón” de Edmundo de Amicis. Lo había llevado a casa seducida por el dibujo de la cubierta y por la más fascinante de sus ilustraciones: un vapor cargado de emigrantes a América, zozobraba. Tras la barandilla de la cubierta de popa —que se  elevaba  varios metros sobre el agua y bajo la que ya se distinguía la hélice tras la pala del timón y gran parte de la quilla—, un hombre, apenas un muchacho,  arrojaba desde la borda a una joven para que alcanzase el bote de salvamento. Éste, agotaba sus últimos segundos antes de alejarse del barco, cuyo remolino amenazaba con tragárselos a todos.
Era el libro en el que mi madre, Clarita, leía para mí una historia cada noche. El recuerdo de su lomo desteñido, el dorado viejo de su rótulo y el corte de las hojas sucio y desigual, acabó siendo un recuerdo aparcado en el fondo de mis sueños. Y también éstos acabaron por desaparecer, mi madre reposaba en su tumba y yo debía dedicarme a los vivos.  El tiempo mitigó el dolor y la vida me trajo otros sinsabores.  
El libro desapareció el día que la enterramos. Lo busqué inútilmente durante muchísimo tiempo. Años después, aun pudiendo comprarlo, no lo hice. Intuía que se iba a romper la magia del recuerdo de las noches bajo la luz vacilante de la lamparilla, de la voz de mi madre, que exageraba las exclamaciones con su lectura de infantiles acentos, las emociones que asomaban a mis ojos y mi decisión irrevocable de imitar a todos aquellos héroes, sobre todo al muchacho del barco que arrojaba a la chica por la borda para salvarla del naufragio mientras exclamaba: “Julia, tú tienes padre y madre, yo soy solo”.  Me parecía la mayor de las heroicidades: ceder a la muchacha su puesto en la lancha de salvamento para que sus padres no sufrieran por su muerte.
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Se hicieron múltiples ediciones del libro, pero nunca lo compré, por tanto no pude leérselo a mi hija Clarita, ni ésta a Clara, mi nieta. No era capaz de encontrar el hilo que pudiese unir varias generaciones de mujeres a través de un libro de cuentos. Además sentía cierta cautela… como si algo que sólo acertaba a intuir, me impidiese hacerme con uno nuevo.
La aparición de mi bisabuela desmentía mi forma de ver el asunto. Por alguna causa que mi razón no alcanzaba a entender, el libro había viajado de generación en generación hacia el pasado. Tal vez sólo se trataba de que me invadía un terror inexplicable y aquellas cosas de aparecidos y fantasmas —aunque estaban lejos de mi raciocinio y ninguna creencia en lo sobrenatural podía sustentarlas—, seguían viviendo en mi mente, alimentadas por algo o alguien a quien no dejaba llegar a mí.
Volví a mi realidad del presente. Palpé el libro. Tenia que ser un sueño, otra cosa no era posible. Pero no, el libro era real: su peso, la humedad que rezumaba, sus tapas desteñidas, el lomo de tela con letras doradas, el corte desigual… Sí, era mi libro. Parecía acabado de desenterrar y me teñía las manos de tinta y de una especie de sustancia pegajosa e invisible que erizó mi piel. 
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Lo abrí temblando y, de entre sus hojas, se cayó la aguileña que mi madre y yo habíamos guardado una tarde mientras paseábamos por el bosque y leíamos, cuando una cuando otra, cualquiera de las historias que parecían vivir dentro de sus páginas. La flor estaba tan frágil como una mariposa caída en una trampa y muerta por inanición, pero aún conservaba intactos sus cinco pétalos y se había diluido entre las letras el añil de su corola. La puse otra vez en su lugar, ojeé el libro y fue entonces cuando vi la dedicatoria recién escrita:
                                                       “Clara, te lo devuelvo porque ya me lo sé de memoria. Será mejor que tu nieta lo aprenda  antes de que te mueras. Sus hojas no resistirían otros cien años bajo tierra y, además, tú no podrás devolvérselo a tu bisnieta Clarita porque serás incinerada”
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Dejé el libro sobre la consola y volví a mirarme en el espejo. Era yo, era mi imagen, mi cara, pero la sonrisa parecía un pegote traído de otro tiempo porque yo no sonreía, era imposible, notaba los músculos de mi rostro contraídos alrededor de los labios cerrados con una mueca de espanto. Era ella, mi bisabuela, la que sonreía en mi cara.
Oí, tras la niebla que envolvía mi razón, cómo mi nieta intentaba calmar el llanto de su hija Clarita. La acunaba entre sus brazos cuando se acercó a mí. Me miró como si viese un fantasma y dejó a la niña en el suelo. Ésta se me acercó  gateando torpemente. La tomé entre mis brazos y puse en sus manitas el libro que ella apenas podía sostener. Su madre lo cogió e hizo un gesto de desagrado.
—¿De dónde lo sacaste?
—Me lo acaban de devolver.
Clara volvió a mirarme y en sus ojos vi una sombra de pánico. Cogió a su hija y se marchó con ella a la cocina. Tiró el libro al fuego pero yo conseguí rescatarlo antes de que se quemase. Estaba tan húmedo que ni siquiera se había chamuscado.
—Guárdalo para tu niña. Creo que esta vez se saltará una generación porque no creo que tú lo leas.
Mi nieta cogió el libro con mano temblorosa, levantó a la niña del suelo y la abrazó con todas sus fuerzas. Salió de la casa y, ya en la puerta, me miró profunda y largamente. Mientras me mostraba el libro me dijo:
—En esta familia se acabaron los fantasmas. Voy a quemarlo fuera.
Eso se creía ella. No se dio cuenta de que la voz que salía de su garganta era la de mi bisabuela y que sus ojos habían cambiado de color: no eran azules como los de su padre sino negros como los míos.


Aurora G. Rivas. RPIPA: 12/3/2007

jueves, 8 de noviembre de 2012



http://www.nationalgeographic.es La luna en la favela



LUNA URBANA

No logro reconocer el exceso
de esta luna urbana
que ayer
se embriagaba de azahares entre los naranjos.

Aquí no es la luna más
que una lágrima
en el cuenco de la noche, una lágrima redonda
con su dolor inmenso.

                              De “La tierra vertical” Aurora G. Rivas

sábado, 3 de noviembre de 2012





LILAS PARA LUCÍA


Lucía vislumbraba, desde el gris acuoso de sus ojos, las lentas luciérnagas de las manecillas del reloj que marcaban  las cuatro de la madrugada. Era una noche como todas, seguramente dormiría algo hacia el amanecer. Mientras tanto, se dispuso a bucear en los recuerdos de su vida porque eso le hacía más llevadero el camino hacia el final.
Alguien la había aparcado en una residencia porque era demasiado vieja para vivir sola, apartándola de todo lo que le era querido y familiar. Desde entonces, no había tenido más que alguna visita apresurada los domingos y un beso pegado como un sello de correos en un sobre sin dirección.
Aquella mañana se sentía más cansada que de costumbre, más dolorida y más torpe. Decidió no levantarse a desayunar, así que volvió a cerrar los ojos  mientras oía la lluvia al otro lado de la ventana: era abril que se desbordaba sobre el mundo. Pensó que sus lilas se echarían a perder y eran lo único bello que aún le quedaba.
Fotos de Lila
Florecían siempre para su cumpleaños y éste, que era seguramente el último de su vida, no se encontraba con fuerzas para volver a su jardín y cortar un gran ramo, como el que había llevado a su habitación al final de cada primavera cuando su casa estaba llena de risas y luz.

Mientras se sumía en el sueño aletargado de la mañana, oyó que alguien abría la puerta de la habitación y entraba sin hacer ruido. No podía ser la auxiliar porque ésta siempre encendía la luz, violentando las sombras e hiriendo sus ojos, sin ningún cuidado. Entreabrió los párpados y vio a un muchacho al que intentó identificar, pero no lo conocía. El muchacho encendió la lamparilla y su sombra quedó recortada contra la pared.
—Hola, Lucía. Soy Miguel.
Lucía abrió los ojos del todo y le miró con atención; parecía agradable y no debía de tener más de diecisiete años. Llevaba el pelo cortado al cero, dos pendientes de plata en la oreja izquierda y se vestía con una camiseta blanca, impoluta, y unos vaqueros gastados.
—¿Cómo sabes mi nombre?
El muchacho se quedó pensativo un momento y sonrió.
—No podría ser ningún otro.
Y mientras le contestaba con absoluta naturalidad, la miraba a los ojos. Fue un rato muy agradable. Miguel le ayudó a levantarse y a asearse. Fue a buscar la bandeja con el desayuno y luego la sentó en la mecedora mientras él arreglaba la habitación. Lucía observó cómo hacía la cama, con el embozo bien arriba, como era su gusto. Era una pelea continua la que tenía con la auxiliar, que lo dejaba demasiado abajo, luego ella se veía obligada a tirar de la ropa, con todas sus fuerzas, para poder cubrirse los hombros doloridos por la artrosis. A través de la puerta abierta del cuarto de baño, vio cómo limpiaba y ordenaba éste, dejando el frasco de la colonia a la derecha de la repisa, y el vaso para los dientes, a la izquierda, acertando con todas sus manías, lo que le llamó extraordinariamente la atención. No hizo, sin embargo, ningún comentario. Miguel no parecía muy hablador; era suave y diligente y se movía por la estancia con una naturalidad y una destreza para la que perecía muy bien entrenado.
Cada mañana, durante el  mes de mayo, Miguel volvió para ayudar a Lucía. Luego se marchaba y, a veces, lo veía caminar por el sendero hacia la salida y perderse tras los muros del jardín de la residencia, silbando alegremente.
Lucía se acostumbró a aquel ritual diario y él, a la misma hora, llegaba para darle el desayuno y arreglarle la habitación a su gusto, hasta en los menores detalles. Incluso los bizcochos que le traía estaban enteros, como si supiera cuanto le desagradaban partidos. Todo estaba ordenado sobre la bandeja de forma exquisita; cada cosa en su sitio, la cucharilla a la derecha, sobre la servilleta inmaculada, y no como aquel servicio tan descuidado que solían traerle, con la cucharilla dentro de la taza y la servilleta arrugada y sucia, puesta de cualquier manera. Estas pequeñas cosas le hacían la vida un poco menos vulgar y le alegraban el corazón.
El muchacho parecía saber todo esto, aunque nunca hizo ninguna pregunta. A ella le encantaba su presencia —como cuando llegaba algún  joven del equipo de voluntarios, porque eran alegres y entusiastas y rompían la monótona rutina de los días—, aunque la ternura de Miguel transformaba sus actos en algo especial.
Mayo transformó la lluvia en días soleados y él la llevaba al jardín antes de marcharse, porque había mejorado algo, aunque sus noches no cambiaron. Dormía apenas un par de horas contra la mañana, hasta que llegaba Miguel. A principios de junio intuyó que las lilas habrían empezado a florecer. Quizá en sueños le llegó su aroma y supo que el día de su aniversario estarían resplandecientes.
Lucía empezó a sentirse cada vez más cansada. La  mañana de su cumpleaños apenas podía respirar y mucho menos moverse. Casi no le quedaba fuerzas para abrir los ojos, pero su olfato y su oído se agudizaron un instante antes de expirar. Entreabrió los párpados al oír entrar a Miguel y percibió con diáfana claridad el olor de las lilas que él depositaba sobre su almohada.
Lo último que sintió Lucía fue el fresco aroma de las flores contra la piel de su rostro, y lo último que vio fue al joven mientras dirigía su mano hacia sus ojos y le ayudaba a cerrarlos. Entonces empezó a sentirse maravillosamente bien.
Luego se deslizó a través de un túnel oscuro, pero más ligera y de forma más sencilla a como lo había imaginado, como si hubiese dejado todo el bagaje de su vida sobre el lecho, dentro del viejo cascarón que acababa de abandonar. Cruzó la última oscuridad como la llama de una pequeña candela, atraída y avivada por otro resplandor más poderoso.
No se sorprendió al ver a Miguel que, al otro lado, la esperaba y le ofrecía su mano para conducirla a las estrellas, a través del camino que se abría ante ellos, alfombrado por millones de lilas.

FIN