martes, 25 de diciembre de 2012






03. Agosto en los páramos de José Ramón Miguel
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AUSENCIA DEL PÁRAMO

Cuando María de la Consolación vio lo que había parido, con un esfuerzo apenas mayor que un hipo, mandó llamar de inmediato a don Inocencio, el cura,  para que lo bautizase de urgencia, antes de que se apagara el débil pulso que hacía ondular las costillas del recién nacido con un tic tic  tan débil como un suspiro de gorrión. Era preciso apurarse para evitar que al niño, en vez de habitar este valle de lágrimas o irse directamente al cielo, se lo llevasen los ángeles al limbo por toda la eternidad.
Su padre se sintió profundamente avergonzado en la ventanilla del Registro Civil, pensando en el nombre que se había puesto a su hijo bajo el agua perentoria de un bautismo apresurado, y pensó que quizá viviría poco porque, a su endeble personita, habían añadido un nombre que, si el niño conseguía sobrevivir, no era lo más adecuado para su futuro. En el páramo, los nombres cobraban un significado concluyente respecto a la persona, y ésta lo arrastraba toda la vida como una carga o como un estandarte victorioso. Ausencia no parecía nombre de cristiano y menos de chico, pero Rodolfo del Páramo ya no tenía más remedio que registrarlo así, porque el cura, mientras echaba agua bendita sobre su cabeza, indiferente al débil llanto del niño y a su lucha, dijo el primer nombre que se le ocurrió. Ausencia no parecía un buen augurio.
 Contra todo pronóstico, Ausencia creció aprisa. Largo como una planta en busca de luz, espiritado y frágil, parecía vivir permanentemente en un angosto cubículo de cristal, por cuya abertura mostraba la cabeza, grande y calva, a la que asomaban un par de ojos verdiazules, que parecían implantados allí por equivocación.
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Fue un niño fácil de criar, silencioso, amable, alegre, sólo tomaba leche y bananas, pero en tan gran cantidad que su madre debía arrastrar todas las semanas dos grandes cestas llenas, desde el mercado al todo terreno aparcado junto al ayuntamiento, y luego buscar en la casa un sitio fresco para conservarlas en buen estado. Ausencia, desde el año cumplido y sin más ayuda que sus manos, las iba pelando y comiendo una a una, atento a cada bocado, con la parsimonia de un viejo sin dientes que come un mendrugo de pan.
A los tres años no hablaba pero había adquirido una extraña habilidad para imitar a los pájaros y, cuando se ausentaba de la casa camino de los páramos, se le posaban encima con tanta confianza como si hubiesen encontrado un arbusto escuálido, desprovisto de hojas, e iniciaban allí mismo su jolgorio, dichosos de que el niño los transportase sin peligro y sin tener que gastar energías propias.
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 En el páramo había cardos en abundancia y semillas de hierba con las que los pájaros saciaban su voracidad para después despiojarse en el apacible transcurrir de la tarde, o regresar sobre la cabeza y los hombros de Ausencia a posarse en las ramas de los árboles del huerto. 
A los cinco años tampoco hablaba, pero se las arregló para pedir una flauta. A su padre le pareció una broma del destino pero su mujer, María de la Consolación, respondió que peor sería si hubiese pedido un trombón sacabuche, porque no veía a su hijo tocando un instrumento tan extraño y  a ella no le gustaba su bronca sonoridad; una flauta era más apropiada, o eso pensaba, así que le trajeron una flauta travesera que el muchacho no sabía por dónde coger. Durante algunos días, la llevó con él en sus andanzas por el páramo e intentó encontrar la nota exacta que copiase el canto de los pájaros. Ardua tarea en la que invirtió todo el día de muchos días, pero nada de lo que salía de aquella especie de tubo plateado, se parecía siquiera al chillido estridente de un gorrión.
Entonces, su madre, siempre atenta a sus necesidades, le buscó un profesor que le enseñó a leer música y a soplar el instrumento sin inundarlo de saliva.
Sorprendentemente, Ausencia no hablaba, pero leía música en voz alta como un experto. Era para ver la cantidad de horas que Ausencia del Páramo dedicaba al aprendizaje, con tal entrega que a los nueve años parecía un virtuoso, y tenía a la flauta tan hechizada que ésta dejaba pasar a su través el aire sin que la soplase. Nada más que ponía sobre ella sus dedos, la flauta dibujaba melodías que el muchacho apuntaba en cuanto papel caía en sus manos, así que en pocos meses no había forma de encontrar en la casa una cuartilla limpia ni un folio sin pentagramas.
Cuando pasaba el camión de la basura, las partituras revoloteaban entre remolinos de inmundicia, como fantasmas de veleros que habían llegado a tierra firme y, en vez de navegar, volaban. Las partituras, al llegar al vertedero, dejaban escapar sus hilos de música bajo los picos de las gaviotas, y éstas y las ratas, volvían a esconderse en sus guaridas sin atreverse a asomar a la superficie por lo extraño que se había vuelto el lugar. El basurero se transformó en un paraninfo musical al que llegaron multitud de expertos para estudiar un fenómeno que nunca habían visto en ninguna parte. Se inundó de música, de melodías que parecían venir de otros mundos.

Gracias a eso, ni ratas ni gaviotas volvieron a asomar al vertedero. Muertas todas, hechizadas o hambrientas, formaron parte para siempre del sustrato de la tierra y Ausencia del Páramo fue visto con ojos experimentales, pura ciencia y cálculo, y cambió la forma de tratarlo, pues era preciso que viviese para estudiar qué fenómeno resultaba ser Ausencia. Su deformidad dejó de ser ridiculizada y asombró a todo el país por los buenos ingresos que procuraba a los estudiosos de prodigios. No quedó cadena de televisión, ni radio, ni periódico, ni página virtual, donde Ausencia no tuviese su referencia.
A los catorce años, Ausencia no había dejado de crecer. Lo hacía, con terca precisión, a diez centímetros por año. Bajo su piel macilenta se edificaba un conglomerado de andamiajes que solo parecían destinados a sostener la cabeza, perfecta en su anatomía, pero enorme, cuyo cráneo brillante y calvo guardaba un cerebro especialmente estructurado para las Matemáticas y la Música. Crecía como un hilo sin consistencia y la cabeza parecía una bola de cristal mal acoplada sobre sus hombros. 
Sus padres, María de la Consolación y Rodolfo del Páramo, decidieron llevárselo lejos, donde nada ni nadie pudiese molestar a su hijo. Además, calculaban, si en diez años había crecido un metro, si ahora mismo medía metro noventa, les daba terror pensar que, a los veinte años, mediría dos cincuenta, ¿y a partir de ahí…? Estaban muy preocupados y Ausencia no era feliz con tanto manoseo y tanta prueba, así que decidieron volver a llevarlo a casa, a corretear por los páramos donde el límite era el cielo, y a tocar su flauta travesera.
Sin embargo, la felicidad duró poco y alguien más sibilino que los demás, convenció a sus padres de que sería bueno para el muchacho salir de su casa, conocer mundos nuevos, aceptar con naturalidad sus defectos y, de paso, hacer subir la audiencia en todos los medios, algo que no sólo lo haría rico, sino que también serviría para el progreso de la Humanidad. 
A los dieciséis años daba conciertos en todos los paraninfos del país y hacía cálculos complejos con mayor rapidez que cualquier calculadora electrónica; a los dieciocho, se lo disputaban cincuenta cadenas de televisión y sus padres lo llevaron a vivir a la capital. Pero Ausencia pensó que aquello era un horror, así que volvió al páramo y salió a acompañar sus conciertos con los pájaros, metido hasta las rodillas entre las duras hierbas de la llanura, dejando a su flauta libre de interpretar la música que quisiera y mirando los ocasos con sus ojos como mares sin olas.
Fotomural - Head with gears
fotomurales/cabeza-humana-con-engranajes
Desde cualquier sitio se le veía llegar porque su cabeza se había vuelto más transparente y todo el mundo pudo ver que su cerebro estaba lleno de tornillos diminutos, de chips y de ruedecillas de engranaje. El páramo se llenó de apartamentos, que las empresas de turismo alquilaban  a los turistas, para que éstos pudiesen descansar después de las largas caminatas que tenían que dar para ir tras Ausencia, que intentaba esconderse de tanta curiosidad. Empezó a sentirse infeliz otra vez.
A los veinte años, su cabeza no tenía un tornillo en su sitio, dejó de comer bananas, dejó de crecer y una tarde improvisó sobre las landas su último concierto. Llegaron todos los pájaros desde el pasado y algunos del futuro se atrevieron a traspasar el límite de la realidad. Ausencia se dobló sobre sí mismo, miró por última vez la llanura, dejó que las aves poblasen toda su anatomía, se abrazó a su flauta y se quedó dormido en un sueño infinito.
Su madre, a fuerza de pragmatismo, pensó que era un alivio que aquel hijo hechizado desapareciese antes que ella porque no estaba claro que Ausencia pudiese sobrevivir solo entre tantos seres distintos a él, entre tanto egoísmo, en un mundo que hacía dinero a costa de cualquier cosa o de cualquier persona, porque María de la Consolación sabía que su hijo era normal, que los diferentes eran los otros.
Cuando fue a amortajarlo, se encontró con un millón de mariposas blancas sobre la sombra que había dejado su cuerpo y con otro millón de mariposas iguales, como clones alados, revoloteando en una danza cósmica, que lo elevaban sobre las nubes y lo hacían desaparecer más allá de lo visible. María de la Consolación estaba segura de que Ausencia había vuelto con los suyos.
FIN


domingo, 23 de diciembre de 2012


                                   ¡¡¡ FELIZ NOCHEBUENA!!!

BELÉN PEDRO SÁNCHEZ Y NATY MÉNDEZ 2
belén hebreo ubicado en el restaurante José Vidal, carretera general del cardón 111 
Autor:PEDRO SÁNCHEZ



                          BELÉN DOMÉSTICO


(A los pequeños de mi familia, de todas las familias
del mundo. Ojalá fuese pan para los hambrientos)

Casitas de papel
río de viejo estaño,
los Reyes Magos dormitan
sobre camellos cansados.
Nochebuena de musgo
donde pacen los rebaños
de corderitos blancos
y pastorcillos de plástico.
Oro incienso y mirra,
dos ángeles cantando
y entre el algodón de las nubes 
alitas de azul y blanco…

Sobre el pesebre de paja
                      el Niño Dios, desconchado. 

Aurora García Rivas (Navidad 2012)

sábado, 22 de diciembre de 2012



FELIZ NAVIDAD

Blanca o azul, como las corolas, a todas mis amigas y amigos, a todos los que tenéis la gentileza de pasar por aquí.

ÉSTAS SON MIS FLORES DE PASCUA Y MI REGALO VIRTUAL
                               PARA TODOS VOSOTROS.


Hortensias al lado de la casa familiar, foto propia.


                              HORTENSIAS
          (A la memoria de nuestro padre)


Anochece
sobre las corolas que azulean
la pared
                   y su vertical amparo.

El sol se enciende
de luz crepuscular
y el azul cobalto en las hortensias
es tan tenaz como nítida es la luz
de otra jornada
entregada a tu recuerdo.

Si la vida fuese algo más
que cocer el pan para mañana,
                             si fuese algo
que pudiésemos guardar
como el lirio guarda su perfume,
si fuese tangible y tan intensa
que doblara los relojes,
qué no  haríamos porque volvieses
a sentir que aún escuchamos tu voz
                                y tus pasos
al bajar la escalera 
saliendo de madrugada a tus afanes…

Aurora, de "De mármoles y abejas", 2010

viernes, 21 de diciembre de 2012

                   


                QUÉ DULCE ES LA NOCHE

                    A nuestra madre que nos ha dado lo mejor de si misma sin pedirnos
                     nunca nada


Yo, nuestra madre y mi hermano Alberto. Mondoñedo 1953


Si supieras qué dulce es la Noche
y cómo sus luciérnagas
se posan en mis ojos,
con qué cuidado cierran
en ellos su penumbra: farolillos
tenues como vilanos entre yerba,
como aquella candela que unas manos
que olían a jabón y a dulce de manzana,
prendían en las sombras
para que hubiera algo más que un sapo
silbando en las noches de mi infancia.

De “La flauta del sapo” DG ediçoes. 2008

jueves, 20 de diciembre de 2012

             Nací en esta casa. Algunas de sus paredes datan de finales del s. XVII. Han pasado por ella generaciones y ahora es nuestro referente y el lugar dónde nuestra madre nos convoca en el verano.
A ella y a la memoria de mi padre, he dedicado este poema de mi libro "La flauta del sapo". Escuchar al  "sapo" me tranquilizaba cuando tenía miedo por la noche. Adoro a los sapos.




 REGRESO

Qué frío y qué silencio
                  me golpea el corazón
al abrir otra vez la puerta de la casa.
Qué de bruma y escarcha en las paredes,
huellas de otras vidas, humedades,
rancias botellas de licor,
anaqueles vacíos y antiguas alacenas.
El sapo aún toca
                     su flauta de otro tiempo
y al alba
vuelve a su escondite:
se camufla en la otra cara de la luna.

Hay tanta soledad en las alcobas,
los armarios vacíos,
goteras… Un enjambre de polillas
se esconde de la luz
                      y la flauta del sapo
invade con su silbo mi memoria.

Aurora de “La flauta del sapo” DG ediciones, 2008

martes, 18 de diciembre de 2012

Un alcaudón presto a cazar. (google)



LA SOMBRA DEL ALCAUDÓN


Epígrafes con los que encabezo el libro:

El hombre sigue siendo la misma
débil trama de tiempo, y ante él
se presenta el mismo vacío o esperanza.
                                         Francisco Brines

Perdí la juventud como las ondas
concéntricas se pierden en la cara del agua
cuando cae una piedra.
                                  J. M.   Caballero Bonald.

Primero y último poema de “La sombra del alcaudón”

CALÉNDULAS

Si pudiese volver solamente un instante
del fondo de la noche,
llenaría tus manos de caléndulas.


PARA HACER ALEGRE MI PARTIDA

Doce cascabeles lleva mi caballo
para hacer alegre mi partida
y en las alforjas
los presentes a que obliga Cortesía:
para Cloto un vellón de lana blanca,
para Láquesis una rueca azul de luz
y para Átropos, la dulce infancia
de las niñas aldeanas.

Ni el cancerbero, ni los lacayos
mortalmente aburridos,
esbirros
de la inmensa calabaza vacía
donde he de purgar todos mis pecados,
                sospechan siquiera
que llevo escondidos,
en el bolsón de viaje, caléndulas para ti
y un libro con mis poemas preferidos.

"La sombra del alcaudón": Premio Internacional de Poesía “Ateneo Jovellanos 2006"

Sinrazón, plenitud, libertad.


Rosa-rosae.- Foto propia


Alegría nocturna

¡Allá va el olor
de la rosa!
¡Cójelo en tu sinrazón!
¡Allá va la luz
de la luna!
¡Cójela en tu plenitud!
¡Allá va el cantar
del arroyo!
¡Cójelo en tu libertad!

Juan Ramón Jiménez

domingo, 16 de diciembre de 2012


Para este domingo, un poema intrascendente.



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GALLETAS DE MIEL Y JENGIBRE

Te ofrezco
galletas de miel y jengibre,
vino en vasos de greda 
y la sombra sinuosa
                         de un talayot
en esta colina tan lejos
del mundo
y hay mil abejas
en la flor del olivo
y tú tienes un aire de Fausto inocente
tan joven
que aún nada
se atreve a tocarte ni herirte.

Qué de perfumes de acíbar
y acanto
en el extremo
                    oriental de esos mares.
Allí tus ojos
se han posado insolentes con un gesto
de sádico orgullo. Y yo te miro,
y he escrito esta tarde unas líneas,
signos extraños,
en tu espalda desnuda.

Qué puedo esperar si también
las estrellas marinas
vienen a morir a tus manos
agotadas de amarte y los mirlos del alba
picotean tu ausencia
y esta soledad que me habita. 

Aurora. De "De mármoles y abejas"


miércoles, 12 de diciembre de 2012



          Tengo el placer de regalar este cuento (otro de mis cuentos rurales) de Navidad a todos mis amigos y lectores, en agradecimiento a sus palabras y atención, y esperando que nuestra relación literaria dure mucho tiempo y sea tan fructífera como merece toda creación personal.
Feliz Navidad y mis mejores deseos para el año próximo y lo que queda de éste. Aurora

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LAS MANZANAS 
          DE 
LA NOCHEBUENA
     


            Faltaba poco para la Nochebuena, dos días apenas que a Esteban le resultaban interminables, acuciado por la vieja sensación de vacío que se le pegaba al estómago nada más que diciembre asomaba su jeta en la última hoja del calendario. Había aceptado la soledad tras un largo ejercicio de paciente resignación, como  algo que inevitablemente tenía que llegar y, aunque él hubiera querido morir antes que Amelia, las cosas no habían sucedido según sus deseos.
            Era tan viejo que su vida estaba cumplida pero aún conservaba cierto afán por hacer cosas y una curiosidad siempre despierta que parecía partir de un manantial inagotable. Habían pasado veinte años desde su jubilación y no recordaba haberse aburrido un solo día. La huerta, los animales, su viejo banco de carpintero, 
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la pequeña barca dormida al abrigo del muelle antiguo y, sobre todo, su afición a la talla de madera, le mantenían tan ocupado que no le quedaba tiempo par llorar soledades, pero diciembre volvía cada año como el brote ineludible de una enfermedad crónica, y entonces sentía la carga de sus ochenta y cinco años y el peso de su corazón latiendo como un viejo reloj con la cuerda agotada.
Pensaba en ello mientras escardaba unos surcos de zanahorias y cortaba algunas nabizas, sintiendo  las manos ateridas bajo el frío de hielo del crepúsculo. Anochecía cuando abandonó la huerta y los desiertos caminos de concentración, dirigiéndose a buen paso hacia su casa. Levantó los ojos pero sólo consiguió ver el vacío sin límites del cielo, detrás de la luna llena, que asomaba al otro lado de las brañas  mientras, a su derecha, el mar contenía apenas su bramido levantando formidables cortinas de espuma contra los rompientes.
Entraba  en el pueblo por la calleja de la serrería, que aún dejaba escapar el estridente chirriar de sus máquinas y un cálido olor a serrín, cuando la sombra de Turco, el perro de Julián, se emparejó con él, siguiéndolo con un trote silencioso. Cuando llegaron a  la altura del viejo molino, la voz de Julián retumbó en el eco metálico de la noche. Turco clavó los pies en el suelo y dio la vuelta con la cola entre las patas y las orejas sometidas. Un momento después, Esteban le oyó aullar lastimosamente bajo los golpes con que lo castigaban. Pensó que Julián merecía que alguien lo colgase por los pies.
No se veía casi nada cuando entró en el patio. Nadie había reparado la farola del alumbrado público, inutilizada hacía meses. Antes de entrar en la casa, miró al cielo y sonrió ante el magnífico espectáculo: el fulgor de los luceros del invierno boreal y  la luna, que se veía rodeada de un cerco irisado. Al día siguiente seguramente llovería.
Al cruzar la puerta le golpeó el  silencio de la casa, extraña quietud de criatura dormida en un  sueño de mausoleo, arrasado de añoranza, como una caja inmensa donde cada pequeño ruido se multiplicaba en ecos interminables. Instintivamente miró el calendario y los números veinticuatro y veinticinco se le dispararon hasta los ojos, al mismo tiempo que reaparecieron en sus pupilas entrañables escenas guardadas en el recuerdo: Amelia, jovial, guisando el pollo criado ex profeso  para la Nochebuena, mientras se tostaba el azafrán al calor de la olla y el arroz con leche borboteaba espeso sobre la cocina, perfumado de canela, de anís y de limón; la leña de roble que crepitaba bajo las llamas; el aroma del pan aún caliente... Y los hijos alborotando como gorriones jóvenes en una algarabía de fiesta, mientras esperaban que él llegase de su trabajo en el astillero para subir al desván a buscar el postre: las manzanas de la Nochebuena.
manzanos cargados de frutas en un huerto en el sol Foto de archivo - 10620093
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Las manzanas de la Nochebuena estaban contadas: cuatro para cada uno. Las veinte mejores reinetas encarnadas del manzano joven del pomar, escogidas con cuidado, grandes, prietas, sin defectos, y guardadas con mimo en el rincón más seco y oscuro del desván, al abrigo de la humedad que llegaba  del Cantábrico, entre un buen brazado de paja de trigo o de heno secados al sol del estío.  Las manzanas de la Nochebuena eran la ofrenda irrenunciable  de la sagrada cena familiar.
Esteban no recordaba cuándo había llegado el turrón a su casa, ni cuál de sus hijos,  desperdigados ya  por el mundo, lo había llevado. Sí recordaba la ceremonia de partirlo con ayuda de un cuchillo y una pequeña maza, y el sabor de las almendras y la miel bajo la fina capa de oblea que se desprendía con un blanco crujido de nube de azúcar. El y Amelia habían prescindido del turrón cuando los hijos se vieron obligados a interrumpir  sus visitas navideñas. Ellos no tenían dientes ni para masticar las escuálidas tabletas que vendían en los supermercados, pero nunca renunciaron a la costumbre de recoger en  sazón las mejores reinetas encarnadas para la cena de la Nochebuena.
Esteban intentó apartar los recuerdos mientras encendía la cocina para calentar la casa y pensó que bien podría pasar la Navidad con alguno de sus hijos, que insistían en llevárselo con ellos,  pero qué iba hacer él en Ginebra o en Toulouse o en Barcelona. Además, los viajes lo acobardaban, sobre todo en invierno. Sólo había ido una vez a Ginebra, cuando su hijo Alfredo y su nuera  bautizaron a los gemelos, hacía ya tanto como treinta años. El y Amelia  habían hecho, de forma excepcional, el único viaje de su vida.
Después de cenar salió a echar un vistazo a las gallinas, cerró el candado del corral y apagó las luces. Se fue a la cama temprano, invadido por una congoja insoportable que, como cada año,  no se le curaría hasta el día veintiséis.
La alta noche cambió el resplandor de los luceros por un nordeste que arrastró un capote de nubes apretadas de aguanieve que le hacían tiritar. El mar bramaba enloquecido. Olas arboladas azotaban inmisericordes la costa y sobre las lomas de las brañas apareció una capa de nieve vacilante que no llegó a cuajar.
No acababa de amanecer. La lluvia golpeaba las contraventanas con  furia y toda la rasa parecía aplastada por un fantasma ululante que galopaba aterido y desbocado. Esteban no encontraba motivo para levantarse pero recordó que las gallinas tendrían hambre, así que salió de la cama de mal humor, intentando distenderse, sintiendo crujir las articulaciones  como  hojas resecas. Le dolían los huesos y la lumbalgia le apretó los ijares con su cinturón de escarpias. Hizo un esfuerzo penoso para poner en movimiento la vieja osamenta que debía arrastrarlo el resto de su vida.
Fuera llovía a mares; un aguacero pertinaz se descolgaba por los canalones y se precipitaba hacia la cuneta con un reguero desigual. Las calas y las hortensias resistían con una paciencia infinita la embestida de la tormenta. No paró hasta el mediodía en que un sol sin calor intentó filtrarse entre los nubarrones que se dispersaban barridos por los últimos coletazos del temporal. Dejaban detrás un frío penetrante, que se colaba sin compasión hasta los tuétanos.
Esteban pasó el día rumiando  inquietudes, presa de agónica melancolía, intentado distraerse con su pasatiempo favorito: tallaba figuras de madera para la feria de artesanos, una ocupación que había empezado muy joven, antes de entrar a trabajar en el astillero como carpintero de ribera. Entonces advirtió la presencia de Turco al otro lado de la valla. 
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Abrió la cancela y el perro le siguió distante hasta el cobertizo, donde la escueta luz de la claraboya le permitió mostrar la pelambre cruzada por incisivos latigazos y los belfos inflamados y sucios  de sangre coagulada. Esteban pensó no dejarlo marchar, pero Turco, una vez que engulló precipitadamente los mendrugos que le puso sobre el suelo, se acercó a la valla y comenzó a gemir lastimosamente. Esteban le abrió el portón y el perro se marchó calle adelante, aterido y cabizbajo, como un mendigo roto de desamparo y soledad. Esto lo llenó de congoja y agrandó aún más el vacío de su estómago que empezó a subirle hacia la boca en furiosas  oleadas de ira e indignación.
 La noche ya se había cerrado sobe la rasa. Esteban apenas pudo dormir, torturado por una sensación de impotencia, y el agudo dolor  que le producía la artrosis en las rodillas y en los hombros.
El día veinticuatro amaneció a través de un cristal translúcido, lento y turbio. La mañana parecía ahogarse en su propio parto de claridades indecisas hasta que al mediodía el sol, teñido de palideces invernales, trepó  pesaroso sobre las brañas, más ciego de ocaso que de luz.
Esteban soportaba la humedad y el frío con estoica entereza pero se sentía desolado. Decidió ir a la huerta para distraerse y ver qué había dejado en pie el temporal. Anduvo aprisa, todo lo aprisa que su torpeza le permitía, para entrar en calor y desentumecerse. El espectáculo le dejó indiferente; además no había gran cosa en el sembrado. Las zanahorias estaban desperdigadas  y los nabos, arrancados de cuajo, verdeaban a ras de la tierra gris. Recogió algunos y volvió a casa.
Cuando pasaba cerca del molino, oyó un aullido desesperado que le erizó la piel y le hizo volver sobre sus pasos preso de cólera. Entró en el establo donde Julián golpeaba salvajemente a Turco. Furioso, reunió toda su fuerza en el extremo del puño y  lo lanzó  contra la cara de Julián, que se tambaleó más sorprendido que lastimado. Julián, mientras intentaba conservar el equilibrio, se puso a vociferar lanzando amenazas  a Esteban, al tiempo que  éste le arrebataba a Turco de las manos.
—Si  vuelves a pegar al perro, te mato.
Esteban aflojó el nudo corredizo que apretaba la garganta de Turco y tiró de él por el collar hacia la carretera.  Julián no salía de su asombro ante tal audacia que, por lo mismo, lo mantenía quieto. Turco se clavaba al suelo con los pies, oponiéndose a la fuerza de Esteban que, asombrado de aquella lealtad inexplicable, intentaba arrastrarlo. El perro maltrecho y a regañadientes, le siguió a remolque, con la cola entre las patas, lanzando aún sus orejas hacia los gritos imperiosos  con que  Julián  le ordenaba volver.
Esteban entró en su patio tirando aún del animal que temblaba y gemía encogiéndose aturdido. Al amparo de las sombras, que ya habían dejado en penumbra la llanura, intentó tranquilizarlo y cerró la puerta. Lo condujo al cobertizo, le llevó agua y toda la comida que pudo encontrar, y le hizo compañía hasta que oyó sonar el teléfono.
De pronto recordó que era Nochebuena. Apresuró el paso temiendo que la llamada se agotara y descolgó sofocado. En el término de una hora habló con todos sus hijos, con alguno de sus nietos y con su primera bisnieta, Amelia, que le contó algo en un incomprensible francés suizo. Todo ello le puso de excelente humor. De repente, los nubarrones de su alma se disiparon y el peso de los años  se le hizo leve y soportable. Se alegró mucho de que todos estuvieran bien. Él también estaba muy bien, muy bien, lo único, el reuma...
Luego, con el corazón ligero, encendió la cocina con una piña, repitiendo el mismo gesto hogareño de su esposa. Dejó que la llama de la cerilla abrazara las escamas y la colocó humeante en el hornillo, sobre la rejilla. La oyó crepitar alegremente mientras la cubría con leña menuda y unos troncos de pino, y se dispuso a preparar  la cena. Puso a cocer un trozo de merluza y unas patatas cortadas en lonchas gruesas y, mientras todo hervía despacio, cogió el cesto de las manzanas y fue al desván a buscar, como cada año, las manzanas para el postre de la Nochebuena. 
Roja en la cesta de manzanas frescas sobre fondo blanco
 Foto de archivo - 960592
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Recogió entre el heno, perfumadas de miel y ambrosía, barnizadas como oro bermejo, las veinte. Las veinte que todos los años escogía en el ya viejo manzano del pomar. Las veinte reinetas encarnadas de la  Nochebuena eran ahora el hilo conductor de su vida el resto del año, el puente de entrañables recuerdos que se tendía amable entre él y los suyos.
 Vigilaba el árbol con atención, nada más que el invierno abandonaba la comarca. Lo abonaba y lo podaba con todo esmero y lo veía florecer en mayo, vigoroso aún y tan longevo, todo nevado de flores blancas y rosadas. Sabía qué ramas darían los mejores frutos y los veía crecer durante el verano, en una contemplación casi mística. Cuando llegaba el otoño y la fruta adquiría un color de oro viejo, observaba con atención, atento a los vendavales y a las heladas que nunca lo sorprendían. Al caer octubre, ya las veinte reinetas encarnadas estaban a buen recaudo en el desván.
Se dispuso a cenar sintiendo volar  el corazón,  invadido por una alegría alborozada, y por la convicción de que su vida había sido buena. Abrió una botella de  vino y conectó el televisor para escuchar villancicos.
En el momento de sentarse a la mesa, oyó ruidos en la puerta. Temiendo que fuera Julián que venía a buscar a su perro, decidió abrir y enfrentarse a él, pero al otro lado se recortaba Turco con la mirada suplicante. Le dejó pasar y lo llevó a la cocina. El perro se echó a sus pies y cenaron juntos las patatas, la merluza cocida y  reinetas encarnadas.
Cuando terminaron,  Esteban se fue al cuarto y rebuscó en un cajón del armario. Sacó algo envuelto en un pañuelo grande de hilo crudo, orillado de encaje. Al llegar a la cocina lo desenvolvió y se lo mostró a Turco que lo olisqueó con curiosidad
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—Vamos a ponerlo sobre el macetero, Turco, como cuando Amelia y los niños estaban en casa.

         Esteban retiró la  planta del macetero y colocó sobre él, en un pesebre colmado de  paja desmenuzada por el tiempo, el Niño de Belén que él mismo había tallado para sus hijos cuando eran pequeños.
Entonces un repique de campanas llenó de júbilo su corazón y una profunda paz extendió sus alas a lo largo y a lo ancho de su alma. Sintió que su casa se inundaba de luz  y ya no le pareció vacía. Se dispuso a acostarse pensando que su vida seguía siendo buena aún. Turco se echó al lado del macetero, relajó los músculos, pegó el hocico a las baldosas y entornó los ojos, preparado para montar   guardia en  la Nochebuena más gozosa de toda su vida.

 Aurora.

Primer Premio de “Cuentos de Navidad”. La Caridad, 2001, Asturias.
                                  Resumido para este blog.





martes, 11 de diciembre de 2012


Noche estrellada, Van Gogh


CORDURA

Para encontrar a Dios hay que ser feliz
porque los que con angustia lo inventan
van muy rápido y buscan poco
la intimidad de su ausencia ardiente.
               R. M.  Rilke

Vivir loco para morir cuerdo,
renunciar
a la Verdad Revelada, al misterio
que nos empuja a cruzar los umbrales
de la luz. Encender las antorchas
en la cúspide del sueño de los ángeles.
Tender puentes
entre la locura y el olvido.

¡Ay!... si algo dejamos atrás, no es
la voz en los espejos, ni el canto de los mirlos,
ni los tambores, ni el corazón
de las violetas. Atrás tan sólo
queda el temblor de las manos ofrecidas.

Sólo eso. Y tal vez un parpadeo
inconsciente en la inconsciente
levedad de las estrellas.

Aurora: de "Un domingo en Venecia"

domingo, 9 de diciembre de 2012


Tumba de W Story y de su esposa. 
Cementerio de los poetas en Roma
http://www.google.es 


TIEMPO

Todo ángel es terrible.

R. M. Rilke

Hago que el tiempo, un soplo
de magia y de mentiras, se detenga.
Sé que los muertos están solos.
Sé que los ángeles
sólo protegen con sus alas
su propio corazón.
Sé que tu miras extenuado
al otro lado de tu luz.

Y si el tiempo, en ese instante,
se aguza como voz entre las sombras,
que te llama tenaz y misteriosa,
tal vez encontrarías refugio en los canales
para escapar al inquietante aliento
del Ángel en tu nuca.

Aurora, "Un domingo en Venecia"

jueves, 6 de diciembre de 2012




http://www.google.es/imgres?start

PALOMAS

Me quito
la sal de los ojos.
San Marcos al fondo y los siglos
sin nada
            sin nadie
                             sin ti.

"Que c'est triste Venise" para cantar
a la luna en domingo.
Palomas
sin patas
                             se arrastran
al fondo del agua
y el agua
mece
lentas
barcazas
de carga.

Por la Piazzetta vagan los santos,
su sombra
                su alma
                                su voz.

Palomas sin patas sobre el asfalto.
Por la Piazzeta vagan los santos.


Aurora de "Un domingo en Venecia"