sábado, 30 de junio de 2012



Para Juan Miguel (in memoriam) que quiso poner música a este poema y no le duró la vida.
Pájaro muerto en un fondo blanco. Foto de archivo - 4716542
Foto: Lalito

 
A un pájaro muerto.

No hay vuelo más alto
que el último vuelo de un pájaro
que muere:
sublime abandono a lo ineludible,
dócil comunión
                          con las estrellas.

Un hombre —solitario guardián
del rocío—, pedalea hacia la cumbre.
Corazón de niño
con los dedos
afinados de armonías,
pretende recobrar el leve aleteo
de sus alas
yertas en la umbría claridad
de los alisos.

Mas lo devuelve conmovido
al místico abrazo
de la hierba,
como a  una criatura acostada sin sueño,
que está porque sí,
porque no sabe hacer otra cosa
que rendirse
al transcurso aciago de las horas.

Aurora G. Rivas de "Siete cajas chinas"


domingo, 24 de junio de 2012


foto: suspirosdeespaña


 Domingo de cuento
 negro-gris marengo.

        El arma homicida.

Fui yo quien lo mató y nunca me descubrieron. Ni siquiera sospecharon de mí. Fue un crimen limpio, perfecto, tan bien ejecutado que quedó impune. Hace de ello veinte años ya y nadie se atrevería a culparme y mucho menos a condenarme. Nadie podría aplicarme ningún correctivo humano y como no creo en la otra vida, tampoco temo al infierno.
Si hago esta confesión es porque me parece más indecente seguir viviendo con esta imagen que tengo de buena persona que el hecho de haberlo asesinado. Nadie supo ver nunca el tipo de arma que usé. Fue tan sutil, tan ingeniosa, que parecía un muerto de muerte natural. No dejé la menor huella: lo maté con mi estupidez
Aurora G. Rivas

miércoles, 20 de junio de 2012

 
Los amantes: René Magritte

     AQUELLO QUE SE AMA

No prevalece aquello que se ama.
Como a los amantes, en los que el amor
no perdura
más allá de los fulgores
de la aurora, nos late el corazón
un momento y se apaga
sin saber
que es ése el último golpe
que lo impulsa al borde de si mismo.
Ciegan los ojos tantísimas estrellas,
tanta luz innecesaria,
cuando buscamos simplemente
el refugio de la noche
y las manos se arrebujan
una en otra,
como niños indefensos
en el frío dormitorio de un hospicio.

No perdura aquello que se ama.
Sin dejar más que un leve crujir
de hojarasca, se diluye en el aire
el amor de los amantes.

Aurora G. Rivas 

sábado, 16 de junio de 2012

 

http://www.google.es (El reloj blando, Dalí)     
                     
Sábado de cuento.
        La otra mitad de la noche. 

La verdad, estaba tan harta de ella, de Rosario, que acabé por no contestar al teléfono. Después de todo, no había escuchado más que quejas. Llamaba siempre a la misma hora, como un conjuro, y desgranaba una retahíla infernal de lamentos: que si el marido, que si los hijos, que si aquel trabajo de mierda, que si cualquier día daba la espantada y no la encontraba ni la Interpol ... Que si se tiraba por la ventana. Yo pensaba que por qué no lo haría, de una vez,  y se esfumaba de mi vida.
Cuando dejé de coger el teléfono, no sé con qué disculpa, acudía puntualmente a mi casa. Nunca tenía tiempo para nada, pero se tomaba varias tazas de café y se ventilaba diez o doce pitillos —de los míos, desde luego—, mientras sus zapatos me ponían la alfombra perdida de betún y me dejaba en la sala un vaho de maquillaje barato y sudor viejo, que tardaba días en desaparecer. Empezó a resultarme odiosa.
La desairé muchas veces, sin ningún remordimiento, pero no se daba por enterada. Llegó un día en que no pude más, así que no le abrí la puerta. Evité el supermercado de la esquina, las calles que ella solía frecuentar, no volví a la tertulia y hasta retiré el rótulo de mi buzón.
Pasó bastante tiempo hasta que se dio por aludida; seguía, aun así, llamando al timbre y al teléfono, a la misma hora, todos los días. Al fin, un buen día, sin más, cesaron las llamadas. La perdí de vista y, tengo que confesarlo, sentí un alivio infinito.

Años después, una noche, a las tres en punto de la madrugada, sonó el teléfono. Tardé varios segundos en recuperar la conciencia y descolgué apenas despierta.
_¿Diga?
_¿Está Rosario?
Ni siquiera me planteé que fuese una equivocación. Colgué absolutamente perpleja.  No pude ni volver a cerrar los ojos. A las siete  me levanté y fui a comprar el periódico. Busqué la página de sucesos; allí estaba: “A media noche, una mujer se ha precipitado…” Más adelante, la esquela.
Fue a partir de aquella misma tarde. Intermitentemente sonaban el teléfono y el timbre. En el primero preguntaban: ¿Está Rosario? En la puerta nunca había nadie. Me recorría un sudor frío, una inquietante sensación de que Rosario se había instalado en mi piel y no podía deshacerme de ella. Empecé a delirar de noche; de día estaba pendiente del timbre a todas horas. Sólo dormía con somníferos.
Ahora no tengo timbre, sin embargo lo oigo sonar a la hora de siempre; he dado de baja el teléfono pero, a las tres en punto de la madrugada, su tono estridente me despierta: alguien que pregunta por Rosario. Me entran escalofríos, me desvelo y ya no puedo dormir la otra mitad de la noche.   

FIN


viernes, 8 de junio de 2012

                           


         Poema para Sara 


     Intentaba descifrar
     el  misterio de los números.
     Cuántas son diez más diez
     y por qué veinte resulta ser
     de cuarenta la mitad.
     Pero anochecía y los mirlos
     se despedían de la luz...
     Entonces comprendí que diez
     son las manzanas que cuelgan
     del otoño,
     que, con otras diez, son justamente
     la mitad de las cuarenta
     que me caben apretadas en la falda.

                                         De "La sombra del alcaudón"

martes, 5 de junio de 2012


Martes de cuento
      foto: freekip

 
Izquierda rosas
El oro de los ojos del sapo
 
Mi casa daba, pared con pared, a la tapia del parque del manicomio. Me había costado mucho acostumbrarme a los terroríficos alaridos de los internos, que oía incluso con las ventanas cerradas, y más aun a los inquietantes silencios que los seguían.
Las tardes de verano, en las que abrían el parque al público, solía sentarme a la sombra de un viejo magnolio y observaba a los enfermos. Algunos  paseaban con una actitud beatífica y concentrada; otros trabajaban en los parterres o recogían hojarasca bajo los castaños de indias con aire ausente… Un hombre  y una mujer deambulaban cogidos de la mano. Él, grande, de aspecto esquizoide, parecía escuchar una orquesta de fantasmas a través de unos auriculares envueltos en trapos; ella, delgadísima, tiraba de una correa con la que arrastraba un collar de perro.
De todos ellos, quien más me impresionó fue un hombre hermoso como un dios griego, que podaba la rosaleda con unas tijeras imaginarias mientras cantaba poemas de Neruda. De vez en cuando, se quedaba inmóvil, con los brazos cruzados sobre la cabeza, más tiempo del que parece posible que un ser humano pueda resistir y miraba fijamente, en silencio, la fuente que había en el cruce de los caminos, en cuyo centro un sapo de mármol dejaba caer su  barriga sobre el agua. Luego volvía a podar la rosaleda y a cantar.
Cuando sonaba la campana todos los internos volvían a los pabellones, pero el hombre de las rosas podaba hasta que un enfermero salía a buscarlo.
Vamos, Marcelino.
Entonces Marcelino iba tras él con la docilidad de una criatura que sabía cumplida su misión.
Seguí esta costumbre durante algunos veranos. Me sentaba bajo los magnolios y aspiraba su aroma suntuoso. Tengo que reconocer que lo que menos me importaban eran las magnolias, o el jardín, o la sombra. Volvía  allí porque Marcelino me fascinaba.
Un día decidí saludarlo, pero él me ignoró. Sólo existían para él las rosas, sus tijeras y los poemas de Neruda. Yo seguí insistiendo:
Hola, Marcelino.
Nunca me contestó. Supongo que me veía como un elemento más del parque. Yo, de todas formas, lo saludaba. Él parecía no oírme. Cantaba y podaba, miraba la fuente y volvía a cantar y a podar hasta que llegaba el enfermero.
Una tarde, no me senté bajo las magnolias. Desde mi nuevo observatorio le vi volver la cabeza y mirar fijamente al árbol, quieto más de una hora, con las tijeras de sus brazos cerradas. Tampoco cantó a Neruda. Se quedó inmóvil.
Empezó a llover y sus compañeros se recogieron en los pabellones pero Marcelino, antes de entrar, cortó una rosa blanca y fue a depositarla  bajo mi magnolio. Yo también me marché pero recogí su regalo y aún guardo la ceniza de sus pétalos entre las páginas de un libro de poemas de  Pablo Neruda.
Al día siguiente, volví a sentarme bajo la sombra del árbol y Marcelino me miró; vi en sus ojos un agradecimiento infinito y comenzó a cantar mientras podaba. Un momento después miraba la fuente y sonreía. Nunca fui capaz de saber por qué yo sentía aquella fascinación por una escena que se repetía un día y otro, siempre igual.
Nuestra amistad duró más de diez años. Aprendí a no ver en el parque más que a Marcelino, a sus rosas y a la fuente del sapo. Tanto fue así, que dejé de oír los gritos de los internos y los tensos silencios que los seguían.
Marcelino sólo se dirigió a mí en una ocasión: después de cumplir con su tarea de podar, se fue a la fuente, metió los dedos en los ojos del sapo y me trajo, en el cuenco de la mano, un imaginario tesoro.
Toma, es el oro de los ojos del sapo.
Nunca olvidaré su mirada. Recogí la ofrenda con tanta emoción como si me hubiese regalado la luz de todas las estrellas.
Nunca más me habló. No era necesario. Tampoco me miraba, pero él sabía que yo estaba allí. La costumbre de ir al parque cada tarde de verano, fue convirtiéndose en una obligación de la que ya no pude sustraerme.
Este verano he vuelto. Esperé horas bajo el árbol, pero Marcelino no apareció. Volví al día siguiente, y al otro, y al otro... No lo vi nunca más.
Seguí yendo al parque todos los días hasta que una tarde decidí que aquello era absurdo. Tampoco quise saber qué había sido de él, de mi amigo; me levanté con la intención de no volver.
 Al pasar junto a la fuente, vi que los ojos del sapo se habían encendido como dos luceros. Seguí el rastro de la luz y descubrí que a través de las hojas del magnolio, hiriendo antes una flor magnífica, un rayo de sol le ponía oro en las pupilas. Me acerqué, le metí los dedos bajo los párpados, recogí aquella fortuna inesperada en el cuenco de mi mano y la llevé a casa.
Desde entonces vuelvo al parque cada día, recojo el oro de la tarde y lo guardo en una caja pequeña. Dentro de poco tendré suficiente para hacer unas tijeras y podré podar los rosales —cuyo abandono tanto me aflige— para devolver su esplendor a las tardes de verano.

domingo, 3 de junio de 2012


Fotografia de Sara Fernández Suárez  

REGRESO

Qué frío y qué silencio
                 me golpea el corazón
al abrir otra vez la puerta de la casa.
Qué de bruma y escarcha en las paredes,
huellas de otras vidas, humedades,
rancias botellas de licor,
anaqueles vacíos y antiguas alacenas.
El sapo aún toca
                    su flauta de otro tiempo
y al alba
vuelve a su escondite:
se camufla en la otra cara de  la Luna.

Hay tanta soledad en las alcobas,
los armarios vacíos,
goteras... Un enjambre de polillas
se esconde de la luz
                    y la flauta del sapo
invade con su silbo mi memoria.


De "La flauta del sapo"