domingo, 21 de junio de 2015

UN CUENTO RURAL


Uno de mis cuentos de ambiente rural, ya publicado en este blog y en papel en fala y portugués

Virutas

Llamó una noche a nuestra puerta, aterido y hambriento. Tiritaba. Mi padre le mandó pasar a la cocina donde yo le preparé una taza de vino caliente con azúcar mientras intentaba calentarse en la estufa. Poco a poco, recobró el color. Un caminante, dijo, al que la nieve ha sorprendido. Lo miré sin reservas: era un hombre muy guapo, con unos inmensos ojos azules bajo el flequillo revuelto.
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Cuando se hubo restablecido, me devolvió la mirada con más franqueza que curiosidad, pero en un segundo cambió la expresión de su rostro y tuve la sensación de que sus ojos me atravesaban como un relámpago. En un instante se le encendieron las pupilas mientras me daba un repaso de arriba abajo. Yo había oído hablar del flechazo y me parecía una tontería —otro de los inventos con que la gente entretiene sus dimes y diretes—, pero supe que la tontería acababa de arrebatarme al séptimo cielo y que prometía cielos más altos.
Se quedó en casa porque mi padre necesitaba un ayudante para su máquina de hacer madreñas y para las faenas del campo y de la huerta y él necesitaba un trabajo y un techo. En poco tiempo se convirtió en un experto con cualquier herramienta, imprescindible, callado, duro y voluntarioso para cualquier faena. Nunca estaba enfermo, no se quejaba, comía poco… A mi padre lo tenía completamente hechizado y empezó a delegar en él responsabilidades que nunca se había atrevido a delegar en nadie. Se levantaba mucho antes que el sol y se acostaba agotado mucho después que los demás. Aun así, se metía en mi cama silencioso como un gato. Al amanecer se levantaba y se iba con el mismo sigilo.
Se llamaba Pepe pero acabé llamándole Virutas porque Pepe también se llamaban mi padre, mi hermano y mi sobrino y, como en mi familia no había imaginación ninguna para buscar nombres a los recién nacidos, los Pepes ya me parecían demasiados. Virutas me pareció original y además muy apropiado porque, entre otras maravillas, llevaba a mi cama el pelo enredado con los pequeños recortes de la madera de abedul, con la que hacía las madreñas, que dejaba caer la máquina. Olía deliciosamente y no sé si aquel perfume resultaba afrodisíaco, aunque yo no necesitaba ningún aliciente extra, porque sentía que toda mi carne y mi alma se derretían con sus abrazos. Y eso ocurría una noche sí y otra también.
Virutas era pobre como las arañas, pero a mí el dinero nunca me había dado alegría ni incendiaba mis sueños. Durante el día casi no me hablaba o simplemente me decía, señora por aquí o señora por allá, pero al amanecer me dejaba las piel ardiendo y un cosquilleo por el ombligo que me duraba hasta la noche siguiente. Mi cara se llenó de luz y mi voz se moduló con una música desconocida. Mi padre estaba también muy contento conmigo, has madurado, decía. Y es que me había transformado en una hija atenta y laboriosa, algo que no parecía posible hacía tan sólo algunos meses. Me sentía feliz, nunca pensaba en las consecuencias de lo que estábamos haciendo.
Atilano, el hijo de don Venancio —el vecino llegado de América hacía mucho tiempo, asquerosamente rico, que había comprado la mitad del pueblo—, venía a cortejarme desde el día en que cumplí dieciséis años, con la aprobación de ambos padres, pues estaba yo destinada a matrimoniar con él para juntar  las dos haciendas. Se sentaba en el escaño, bajaba la mesa y se ponía a comer castañas con la misma delicadeza que un cerdo cuando hoza en una ciénaga en busca de ratas. No me prestaba ni un mínimo de atención, algo lógico porque no parecían ser las mujeres las destinatarias de sus desvelos. 
Yo me oponía a su decisión de mi padre, pero él, no sé si con buen o mal juicio, decía que eso era lo de menos. Lo importante era, según él, abrir nuevas espectativas a nuestra industria de madreñas, comprar otra máquina, y mejorar la incipiente cría del pitu de caleya*
www.google.es/search?q=fotos+de+gallinas&
que estaba teniendo un éxito inesperado, pero a la que hacía falta una inversión importante y mi padre era muy agarrado para revertir, incluso en propio beneficio, los cuartos que tenía en el banco, seguramente criando pelusa. A don Venancio, por lo visto, le sobraban cuartos y no sabía qué hacer con aquel hijo, dechado de todos los pecados capitales menos la ira, pues nunca se enfadaba y su gesto era siempre el mismo, lloviera, nevara o cayeran chuzos de punta. Pusilánime hasta la desesperación, comía a todas horas como única forma de ocupar su tiempo, que era todo el tiempo entre la amanecida y la anochecida. En realidad, parecía otro de los cerdos del corral engordados para la matanza.
Un buen intercambio, hija, ése era siempre el discurso de mi padre y a mí, que me habían educado para eso entre él y la tía Socorro, no me quedaba otra que decir que sí a todo, y si no decía nada, mejor. Pero yo estaba tan feliz, tan arrebatada, que me daba lo mismo que el tal Atilano viniese a cortejarme a casa con tan claras intenciones, tan pocas luces en la sesera y con todo ya hecho y decidido por la voluntad de nuestros padres. Yo era feliz, felicísima. Virutas era un portento, un mozo guapo, fibroso y tierno como un ternerillo. Me llenaba de atenciones; todas, como es de suponer, a oscuras y en secreto.
Y pasó. Era lo natural. Mi tía Socorro que era contrahecha y bizca pero nada tonta, me medía la cintura con el ojo bueno y no dejaba de lanzarme indirectas, pero hija, no me digas que Atilano… habrá que matrimoniar enseguida. 
Mi padre, nunca sabré cómo, se enteró de las escapadas de Virutas a mi lecho —el lecho que ya era nuestro lecho— y lo echó de casa. Virutas se marchó con más frío y más tristeza de  la que había traído. Pero no miró atrás. Yo adiviné dolorosas lágrimas en sus ojos, tanto como en los míos, y tal vez las únicas lágrimas que había soltado en toda su vida.
La misma tarde, mi padre llegó a la cocina y, mientras Atilano engullía castañas sin tino, mirándolo con cara de asco, le espetó:
—Mañana os casáis. Ya está todo arreglado.
Atilano ni levantó los ojos, ardua tarea para semejante lerdo. Siguió comiendo castañas y contestó como si le acabasen de decir que llovía:
—Está bien.
Yo no dije ni pío. Me dispuse a sacrificar mis sueños y mis noches de dulzuras en favor de lo que parecía que era mi deber y sintiendo que debía purgar de esa forma pecados inconfesables. Y así fue como nos casamos Atilano y yo y así fue como me fui a su casa, que la encontré llena de mondongos viejos, porquería a montones y miseria. 
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Tuve que empezar por echar a las gallinas al corral y limitar la libertad de los cerdos a la cochiquera; además me vi obligada rascar las vigas, de las que colgaban trenzados de hollines y telarañas, si no quería que aquella mugre me cayese en la cabeza. No acababa de entender dónde estaban los dineros de mi suegro para vivir de forma tan mísera. Supongo que en el mismo sitio que los de mi padre, produciendo réditos que se comían Hacienda, además de las pelusas.
Tuve que arremangarme, con la barriga ya como un bombo, para poner algo de orden entre tanto desatino. Exigí mejoras en la casa, al menos las elementales, es decir, agua y electricidad, un retrete y una cocina decente, una tinaja grande para bañarme yo, que sospecho que era la única que lo hacía, una cama en la que se pudiese dormir —sola, por supuesto—, y un cuarto sin goteras para el futuro vástago. Se me concedió todo en atención a lo que pronto iba a parir y a que marido y suegro creyeron que el hijo era hijo de quién no era. Lo peor es que Atilano también creía que era suyo y no entiendo por qué ya que, si por él fuese, yo seguiría siendo virgen. Sólo mi padre, mi tía Socorro y yo, sabíamos la verdad, amén de Virutas, claro. Pero como de éste no habíamos vuelto a saber nada, no suponía ningún peligro.
Nació el niño, un Virutas pequeñito con los ojos como soles, azules como los del Virutas grande, y una mata de pelo crespo que fue cayendo y convirtiéndose en rizos dorados como los de su padre. Por aquello de que nunca un secreto bien guardado lo es, al final, todo el mundo supo (aunque disimulaban en nuestra presencia) quién era el padre de mi pequeño Virutas. Lo callaban, pero las sonrisas y los gestos eran suficientes y yo me hacía la sueca conteniendo una rabia que, si la dejase escapar, sería peor que el veneno de una víbora. A mi padre le convenía hacerse el tonto, sólo Atilano y el suyo parecían en Babia. Acogieron al niño con mil arrumacos, como era de esperar de un padre y un abuelo.
—Mira qué bien lo has hecho, hijo. Qué niño tan guapo. Para que luego digan que eres marica.
Llegó el día del bautizo y fuimos a la iglesia engalanados para la ocasión, con mi niño arropado con la mantilla de cristianar más bonita y más cara que encontré —haciendo honor a los cuartos de mi suegro—, azul como sus ojos y blanda y amorosa como un regazo. Hubo las felicitaciones de rigor, los regalos de rigor, las alabanzas de rigor, y mi consiguiente cabreo por tanta hipocresía… que se críe bien, que Dios lo proteja, es un niño precioso, es igualito que su padre. Pues sí, igualito que su padre sí que era. Mi pequeño Virutas babeaba en mis brazos igual que babeaba su padre en mi cama, pero en otro sentido.

Cuando íbamos a salir de la iglesia, con el niño ya bautizado, vi entrar por la puerta del claustro a Virutas llevando un gran cesto con tapas. Me quedé helada. Miré a mi padre pero éste no me miró. Supongo que no podía. Vi cómo apretaba las nalgas y le salía al paso intentando mantener el tipo.
—Hola, me alegro de verte, hombre. Supongo que traes un regalo para el niño.
—Traigo, sí señor.
—Muy bien, hombre, muy bien. Es de bien nacidos ser agradecido.
—Lo es, sí señor.
Huelga decir que a mí, aquella conversación tan formal, me olía a cuerno quemado y me puse a temblar cuando Virutas dejó su cesto a mis pies y, digno como un príncipe, se largó pisando fuerte y firme sobre las baldosas.
—Que tengan ustedes un feliz día.
Mi padre estaba demudado, no lo había visto nunca con semejante expresión y sé que pasó uno de los mayores apuros de su vida. Optó por lo lógico.
—Anda, hija. Abre el cesto a ver qué le trajo al niño mi antiguo criado.
—Deje, padre, deje. No es momento. Ya lo abro en casa.
—Mujer, estos buenos vecinos querrán saber cuál es el regalo.
—Ya, pero que vengan maña a verlo a casa.
—No les harás ese feo.
—Mejor en casa. Mejor mañana.
—Anda, hija. No les hagas un feo a nuestros vecinos.
—No, señor, no se lo haré. Abriré el cesto…
Y me dispuse a abrir el cesto encomendándome a toda la corte celestial y dispuesta a pasar la mayor vergüenza de mi vida. Es verdad que conocía a Virutas nada más que a oscuras y un poco si acaso a la luz, poco. Pero… mi Virutas no era un hombre cobarde y estaba segura de que con aquel regalo pretendía decirme algo.
Apreté al niño contra mi pecho, me agaché despacito con el corazón saliéndoseme por la boca y levanté con tiento una de las tapas. Por encima de mi cabeza, la vecindad asomaba las suyas con el mayor de los silencios y la más mezquina de las ruindades, la risita contenida y tapándose la boca, esperando no sabía qué. Aún escucho su jolgorio, carcajadas que resonaban en la iglesia como risas diabólicas, su bellaquería y su mala leche. Alguno se agarraba a la barriga sin poder contenerse y pataleaba para aliviar las risotadas que le hacían tambalearse mientras miraba el contenido del cesto.
El cesto estaba lleno de virutas.
Sentí que me quedaba sin sangre en las venas, pero fue sólo un segundo: tuve un momento de lucidez y el futuro se me presentó tan claro como un cielo sin nubes. Dejé el cesto en el suelo, arrebujé a mi niño, lo apreté contra mí y salí corriendo de la iglesia porque sabía que Virutas estaba fuera, esperándonos. Me miró con una sonrisa llena de felicidad. Cogió a su hijo en un abrazo de increíble calidez, me miró largamente y pasó por mis hombros el otro brazo. Dimos la espalda a los parroquianos que habían salido detrás de mí como una bandada de cuervos que han avistado carroña y, carretera adelante, sin mirar atrás, nos marchamos con lo que era nuestro, juntos para siempre, en busca de todo lo que nos faltaba por conquistar.

*Pitu de caleya: pollos criados sueltos por las caleyas (caminos)

www.ecologiaverde.com

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