jueves, 4 de febrero de 2016

CUENTO PARA EL FIN DE SEMANA

El oro de los ojos del sapo


Mi casa daba, pared con pared, a la tapia del parque del manicomio. Me había costado mucho acostumbrarme a los terroríficos alaridos de los internos, que oía incluso con las ventanas cerradas, y más aun a los inquietantes silencios que los seguían.
Las tardes de verano, en las que abrían el parque al público, solía sentarme a la sombra de un viejo magnolio y observaba a los enfermos. Algunos  paseaban con una actitud beatífica y concentrada; otros trabajaban en los parterres o recogían hojarasca bajo los castaños de indias, con aire ausente… Un hombre  y una mujer deambulaban cogidos de la mano. Él, grande, de aspecto esquizoide, parecía escuchar una orquesta de fantasmas a través de unos auriculares envueltos en trapos; ella, delgadísima, tiraba de una correa con la que arrastraba un collar de perro.
De todos ellos, quien más me impresionó fue un hombre, hermoso como un dios griego, que podaba la rosaleda con unas tijeras imaginarias, mientras cantaba poemas de Neruda con una bella voz de barítono. De vez en cuando, se quedaba inmóvil, con los brazos cruzados sobre la cabeza, más tiempo del que parece posible que un ser humano pueda resistir, y miraba fijamente, en silencio, la pequeña fuente que había en el cruce de los caminos en cuyo centro un sapo de mármol dejaba caer su  barriga sobre el agua. Luego volvía a podar la rosaleda y a cantar.
Cuando sonaba la campana, todos los internos volvían a los pabellones, pero el hombre de las rosas podaba hasta que un enfermero salía a buscarlo.
—Vamos, Marcelino.
Entonces Marcelino iba tras él con la docilidad de una criatura que sabía cumplida su misión.
Seguí esta costumbre durante algunos veranos. Me sentaba bajo los magnolios y aspiraba su aroma suntuoso. Tengo que reconocer que lo que menos me importaban eran las magnolias, o el jardín, o la sombra. Volvía  allí porque Marcelino me fascinaba.
Un día decidí saludarlo, pero él me ignoró. Sólo existían para él las rosas, sus tijeras y los poemas de Neruda. Yo seguí insistiendo:
—Hola, Marcelino.
Nunca me contestó. Supongo que me veía como un elemento más del parque. Yo, de todas formas, lo saludaba. Él parecía no oírme. Cantaba y podaba, miraba la fuente y volvía a cantar y a podar hasta que llegaba el enfermero.
Una tarde, no me senté bajo las magnolias. Desde mi nuevo observatorio le vi volver la cabeza y mirar fijamente al árbol, quieto más de una hora, con las tijeras de sus brazos cerradas. Tampoco cantó  “Los Versos del Capitán”. Se quedó inmóvil hasta que llegó el enfermero. Entonces cortó una rosa blanca y fue a depositarla  bajo mi magnolio. Al marcharme la recogí y aún guardo la ceniza de sus pétalos entre las páginas de un libro de poemas de  Pablo Neruda.
Al día siguiente, volví a sentarme bajo la sombra del árbol y Marcelino me miró; vi en sus ojos un agradecimiento infinito y comenzó a cantar mientras podaba. Un momento después miraba la fuente y sonreía.
Nuestra relación duró más de diez años. Aprendí a no ver en el parque más que a Marcelino, a sus rosas y a la fuente del sapo. Tanto fue así, que dejé de oír los gritos de los internos y los tensos silencios que los seguían.
Marcelino sólo se dirigió a mí en una ocasión: después de cumplir con su tarea de podar, se fue a la fuente, metió los dedos en los ojos del sapo y me trajo, en el cuenco de la mano, un imaginario tesoro.
—Toma, es el oro de los ojos del sapo.
Me quedé con su mirada para siempre en la mía y recogí la ofrenda con tanta emoción como si me hubiera traído la luz de mil estrellas.
Nunca más me habló. No era necesario. Tampoco me miraba, pero él sabía que yo estaba allí. La costumbre de ir al parque fue convirtiéndose en una obligación de la que ya no pude sustraerme.
Este verano he vuelto. Esperé horas bajo el árbol, pero Marcelino no apareció. Volví al día siguiente, y al otro, y al otro... No lo vi nunca más.
Seguí yendo al parque todos los días, hasta que una tarde decidí que aquello era absurdo. Tampoco quise saber qué había sido de él, de mi amigo; me levanté con la intención de no volver.
 Al pasar junto a la fuente, vi que los ojos del sapo se habían encendido como dos luceros. Seguí el rastro de la luz y descubrí que,  a través de las hojas del magnolio, hiriendo antes una flor magnífica, un rayo de sol le ponía oro en las pupilas. Me acerqué, le metí los dedos bajo los párpados, recogí aquella fortuna inesperada en el cuenco de mi mano y la llevé a casa.
Desde entonces vuelvo al parque cada día, recojo el oro de la tarde y, cuando llego a casa, lo guardo en una caja pequeña. Dentro de poco tendré suficiente para hacer unas tijeras y podré podar los rosales —cuyo abandono tanto me aflige— para devolver su esplendor a las tardes del verano.
FIN


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