sábado, 19 de mayo de 2012





Foto de: http://jardinymas.5forum.net/

Sábado de cuento.

Las cerezas

Cuando éramos pequeñas, mi hermana Rosa y yo, nos peleábamos como gatas. Nuestra madre solía poner fin a la trifulca zurrándonos por turno, sin concesiones, sin atender a protestas ni preguntar quién era la culpable porque siempre lo éramos las dos.
Los motivos eran siempre los mismos: nos celábamos una de la otra o transgredíamos las líneas imaginarias con las que marcábamos territorio. Nuestras batallas no siempre eran incruentas y nuestra madre ya no sabía cómo controlarnos. Papá ya no nos prestaba atención. Estaba harto.
—¡Déjalas, a ver si se matan!
Aparte de lo diario, lo que nos condujo a las más violentas discusiones fue un plato de loza blanca, decorado con cerezas, que nos disputábamos como buitres con cuatro o cinco años. Nuestros padres habían decidido que lo usásemos por turno, pero nosotras no entendíamos eso de respetar turnos.
Yo era la mayor y me parecía justo tener derechos sobre Rosa; además envidiaba su espléndido pelo rojo y su carácter más dulce y afable que el mío, con lo que despertaba más simpatías que yo. Pero Rosa, aunque dulce, tenía también un par de piernas y dos manos para devolverme las patadas y los puñetazos que yo le daba. Y buenos dientes. Su dulzura se terminaba en el momento en que yo exigía de ella lo que ella no estaba dispuesta a concederme. No sólo no se dejaba dominar, sino que también quería imponérseme con frecuencia.
Nos disputábamos el plato por distintos motivos: yo porque era lo más hermoso que había en casa y Rosa porque, al parecer, la comida le sabía mejor que en nuestros platos de peltre o en las escudillas de barro. Esto nos trajo problemas durante algún tiempo hasta que, una noche, mientras tirábamos las dos de él en medio de una gresca, se abrió por la mitad como una calabaza madura.
Rosa me miró desolada y yo creí ver que todas las cerezas se habían caído y estaban desperdigadas por el suelo. Sentí que me quedaba sin aliento ante tanta belleza en ruinas. Tanto nos afectó la pérdida y tan culpables no sentíamos, que ni siquiera nos hicimos reproches. Lloramos a la par durante horas y no recuerdo nada en nuestra infancia que nos produjera mayor aflicción.
Mamá, al oír nuestro llanto, entró en la cocina, nos miró sin asombro y sin atención, recogió las dos mitades del plato y se marchó.
—¡Ea! Se acabó.
Nos quedamos calladas. Nuestra madre apareció al cabo de un rato y se puso a terminar la cena sin dirigirnos la palabra. Aquel silencio tocó nuestro corazón de una manera indeleble y estoy segura de que nuestra vergüenza era mayor que nuestra pena. No preguntamos por los restos del plato; no volvimos a hablar de él nunca y seguimos peleándonos por naderías.
Crecimos como cabras sueltas y ningún acto de represión nos afectó. Cuando recibíamos algún soplamocos, siempre por partida doble y siempre sin preguntas ni explicaciones, llorábamos a lágrima viva, de la manera más escandalosa posible, hasta agotarnos. Nuestros padres parecían de piedra, ni nos miraban.
A trompicones, laceradas de cicatrices, iniciamos una adolescencia que no se rebeló mucho más tranquila, aunque empezamos a tomar conciencia de lo mucho que nos necesitábamos las dos y nos convertimos en confidentes y en cómplices. Ni los más hábiles intentos de conocer nuestros secretos, consiguieron que nuestros padres nos arrancasen ninguna confesión y tuvieron que cambiar de plano sus estrategias educativas. Con todo, no lograron hacernos comprender lo vergonzoso que resultaba que unas niñas tan mayores siguieran subiéndose a los árboles o corriendo por los caminos como locas. Rosa y yo nunca fuimos conscientes de tales vergüenzas, así que no hicimos nada por remediarlas.
Durante la hora de la siesta, en el estío, cuando todos se recogían a descansar e incluso los pájaros se hurtaban a la canícula, nosotras nos colgábamos del cerezo de la huerta para atiborrarnos de cerezas. Esto sacaba de quicio a nuestros padres, no sólo por los destrozos en la ropa, sino porque el árbol era viejo e inseguro. Nuestra madre clamaba al cielo pidiéndole que nos enviase algo de cordura, pero ni mi hermana ni yo percibíamos ningún peligro y el hecho de andar siempre rotas y desastradas nos importaba un rábano.
Aquellos fueron los años más bellos de nuestra existencia, cuando aún nutríamos el alma con la sencilla canción de la vida, mientras nuestro espíritu se abría a una madurez a la que no teníamos ninguna prisa por llegar. Éramos felices.
Pero, inexorablemente, nuestras inconscientes audacias giraron hacia una reflexiva tranquilidad; el cielo nos otorgó  sensatez, al fin, y nos convertimos en unas jovencitas muy responsables.
Poco después de cumplir los dieciséis años, yo enfermé de pulmonía. Debí de estar muy grave porque nuestros padres llamaron al  médico y buscaron penicilina de estraperlo. Recuerdo vagamente una sensación de fuego en la piel, la boca como estopa, a Rosa y a mamá turnándose para cuidarme y a papá, silencioso y angustiado, llamándome cariñosamente mientras me ponía el termómetro.
El incipiente verano se perfumaba de trigo y alheña cuando inicié una lenta recuperación. Rosa me cuidaba con ternura de madre y me hubiera dado cualquier cosa para que me curase. Al mismo tiempo, emprendió una tenaz batalla para obligarme a comer, pero no existía alimento conocido que yo metiera voluntariamente en la boca. Me quedé delgada como una cerilla.
—Te vas a morir, Camila. Come algo.
Entre nuestra madre y ella  hacían filigranas con los escasos recursos familiares y Rosa, haciendo gala de una paciencia infinita, intentaba metérmelas en la boca mientras me contaba historias —sospecho que inventadas—, para distraer mi voluntad. Yo apenas podía tragar nada.
Fue durante aquellas largas y, con frecuencia, solitarias tardes, sentada ante la ventana de nuestro cuarto, cuando…

Continuará…

2 comentarios:

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.