sábado, 27 de diciembre de 2014

DOMINGO DE CUENTO. UN VIEJO CUENTO PARA UN NUEVO DOMINGO.

Domingo de cuento. 
                     
LA TIRA CÓMICA

De buena gana le hubiera hecho tragar el asqueroso periódico, pero era mi jefe y aunque no sentía ningún respeto por él, no me atrevía a tanto. 
Por alguno de esos mecanismos que pone a funcionar nuestra capacidad para las antipatías irracionales, le había tomado auténtica aversión. O tal vez es que, sencillamente, me sentí desplazada cuando llegó, pues dejé de ser la payasa de la oficina para convertirme en una especie de chivata malévola que hacía ver a los demás lo que veía yo.
Lo que nunca entendí fue que mis compañeros me siguieran el juego. Es verdad que era la más antigua y tenía sobre ellos alguna ascendencia, pero esa especie de lameculos que se frotaban contra todo lo que se pudieran untar aunque fuese mierda, y cuya simpleza y mezquindad era mayor que la mía, nunca la comprendí.
Me sentía frustrada, enojada con el mundo entero, sobre todo a la llegada de Ramiro cuyo puesto ambicionaba yo. Mis compañeros cuchicheaban a mi espalda pero tenían para mí todo tipo de sonrisas cuya complicidad nunca llegué a creerme pero que me venía de perlas en aquella oficina sórdida y triste en la que era fácil morirse de tedio y tristeza.
Todas las mañanas, la misma cantinela; Ramiro asomaba el hocico detrás de la mampara y me preguntaba:
—Elena, ¿has leído el periódico?
—Sí, hace rato.
—¿Me lo traes, por favor?
Yo me levantaba y le acercaba el periódico. Permanecía a su lado unos segundos y miraba por encima de su hombro sólo para asegurarme de cuál era la página que buscaba.
Siempre lo mismo, día tras día. A Ramiro sólo le interesaba la tira cómica y la página de sucesos. La tira cómica nunca la entendía y se las arreglaba para que yo le explicase de qué iba la cuestión. Yo, a veces, y por pura maldad,  le explicaba todo al revés. Entonces el hombre se perdía en un embrollo de confusiones mientras yo disimulaba una sonrisa torticera.
Los compañeros ahogaban la risa tras la mano o hacían que pareciera inocente. Ramiro nunca se dio por enterado de las pullas y las míseras indirectas que, sin caridad ninguna, le hacíamos continuamente. Él, con toda candidez, una vez que ojeaba la tira cómica, iba a mi ventanilla y, entre cliente y cliente, me preguntaba.
—¿La has leído? Es buenísima, ¿verdad?
—Muy buena.
—¿Y tú crees que este personaje está acertado en lo que dice?
—Para nada, pero en eso consiste la broma, Ramiro.
Y si yo no decía nada más, se iba. Eso era lo mejor que podía pasarle. Lo más frecuente era que yo le hiciese preguntas al respecto en las que se embarullaba sin remedio hasta que se iba mucho más confundido de como había llegado.
Mis seis horas diarias ante la ventanilla, meneando de acá para allá la maldita bandeja y  escuchando chorradas e impertinencias a los clientes, con la mejor cara posible,  contribuyeron no poco a que odiase aquel aire de ingenua bondad de mi jefe y, sobre todo, su innata simpatía.
Su sueldo no era mucho mejor que el mío, pero tenía un despacho ridículo detrás de una mampara de metacrilato, veinte años menos y el sambenito de bobalicón, que yo contribuí a alimentar con generoso empeño, hasta que Ramiro ascendió y se fue a Madrid, a la Central, con doble sueldo y la mitad de horas de trabajo.
Yo, a pesar de mi despierta inteligencia, de mi indiscutible sentido el humor, sigo calentando el mismo asiento frente a la misma ventanilla de esta sucursal sórdida olvidada en una mísera ciudad de provincias.
Ahora tengo otro jefe, correcto, educado y tieso como si lo hubiesen almidonado, tan áspero como un cardo, al que no consigo encontrar el punto flaco, así que mantenemos una relación laboral aséptica y aburrida. Aburrida para mí, claro, por lo que ayer me sorprendió muchísimo que me llamase por mi nombre y me preguntase:
—Elena, ¿ha visto el periódico?
—Sí.
—Tráigamelo, por favor.
Mi emoción era indescriptible cuando le contesté:
—De acuerdo, pero hoy no trae tira cómica.
—¿Perdón?
—Digo, señor director, que hoy no trae tira cómica.
Primero se quedó mirándome con cara de pasmo como si se sintiera desorientado. Luego reaccionó y, mientras me fulminaba me contestó  con una especie de silbido:
—¿Pero de qué tira me habla? ¿Es usted estúpida? Tráigamelo inmediatamente. Quiero leer el estado de la Bolsa.

Aurora García Rivas.



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